Opinión

Los sapos que tragará el rey

Supongo que cuando, esta misma semana, Felipe VI vaya recibiendo a los representantes de los partidos parlamentarios para ver a quién encarga primero acudir a la investidura, si al ganador de las elecciones, Feijóo, o al ganador del proceso poselectoral, Pedro Sánchez, pensará en primer lugar en la imagen de su hija, la princesa de Asturias, con el recién estrenado uniforme de soldado del Reino de España: es ella quien ha de asegurar la continuidad de la forma del Estado. Seguramente, también recordará el rey los durísimos términos con los que se dirigió a la nación aquel 3 de octubre de 2017, denunciando a “determinadas autoridades de Cataluña” por incumplir la Constitución y el Estatuto de Autonomía. En aquellos momentos, el president de la Generalitat, que declaró una independencia que duró apenas segundos, era Carles Puigdemont. Sin duda, el prudente jefe del Estado que tenemos reflexionará, una vez más, acerca de cuánto ha cambiado la nación desde que su padre abdicó en 2014.

Quizá nunca haya estado la corona más sometida a tensiones que ahora, cuando, por décima vez en su reinado de nueve años, Felipe VI reciba a los líderes de los grupos políticos representados en el Parlamento gracias a las elecciones del pasado día 23 de julio. O, mejor, a los que quieran acudir a la llamada de La Zarzuela, que ya se sabe que varios apoyos que serán sustanciales para la investidura de Pedro Sánchez desdeñan mantener este encuentro, que no es simplemente protocolario, con el jefe del Estado, precisamente, y entre otras cosas, porque es el rey y no un presidente de la República quien representa a ese Estado. El rey sabe, lógicamente, que ahora, salvo que se repitan las elecciones, ese Congreso de los Diputados, bajo la presidencia de Francina Armengol -a la que bien conoce de sus conversaciones oficiales en La Almudaina y Marivent-, será el que albergue la jura de la Constitución por parte de su hija Leonor, y que habrá casi un diez por ciento de parlamentarios que ostensiblemente se abstendrán de aplaudir a la heredera: no representan sino a una minoría de españoles -algunos no quieren serlo-, pero la endiablada normativa electoral les da un poder enorme para influir en la marcha del país.

Claro que el rey no puede estar muy feliz viendo cómo están las cosas, y cómo una de las personas que podrá recibir el encargo de presentarse a la investidura tiene forzosamente que plantear alguna clase de amnistía -o perdón, u olvido, o desjudicialización, llámese como se quiera- para aquellos a los que, va a hacer seis años, Felipe VI condenó con muy duras frases en un inolvidable discurso. Pero Felipe VI es un gran profesional, atado a las limitaciones de un artículo de la Constitución, el 99, lleno de unas imprecisiones que muestran que los “padres” de la ley fundamental no podían prever -¿quién hubiese podido?- que la política española discurriría alguna vez por los surrealistas cauces actuales. Los tiempos, ya digo, cambian que es una barbaridad, gracias a las acciones de unos y a las omisiones de los otros. Y aquí estamos, haciendo tragar a quien es la suma representación del Estado todos los sapos imaginables.

El monarca no tiene, contra lo que se dice, las manos atadas. En ninguna parte se ha escrito que no pueda reunir a los máximos actores de la política, es decir, a los representantes de los dos partidos mayores, o de los cuatro principales, y leerles algún tipo de cartilla. No lo hará. Como tampoco propondrá, aunque puede hacerlo, a una figura ajena a los parlamentarios, “a la italiana”, como jefe de un Gobierno interino hasta que se solucione el “impasse”. Feijóo, que aparece algo desfondado, no podría, creo, rechazar el encargo de intentar formar Gobierno, aunque todas las circunstancias y los errores cometidos se hayan aliado contra él. Sánchez acudirá como presumible triunfador, Puigdemont y amnistía -parece que autodeterminación ya no es una exigencia tan tajante por parte de Junts-, mediante. Es la radiografía de una España enfrentada, desbocada en las esferas de la gestión pública, ajena a la realidad que die encarnar. Y es Felipe VI, un gran rey sin duda, quien tiene que ordenar parar y templar. Ojalá lo consiga, aunque tenga que tragarse todos esos sapos que digo. Y algunos más.

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