Opinión

La enseñanza de Garoña

La decisión del Gobierno de no autorizar la reapertura de la central burgalesa de Santa María de Garoña es un ejemplo más de cómo se mezclan los intereses políticos y económicos a la hora de adoptar determinadas decisiones que tienen en cuenta estos dos componentes más que los intereses de los ciudadanos, y de cómo cambian las opiniones al albur de las necesidades y presiones de grupos de interés o de partidos políticos.
El Gobierno y el Partido Popular en su conjunto, y con más ahínco los de Castilla-León, hicieron de que Garoña volviera a producir electricidad uno de los puntales de su política energética. A pesar de que la central nuclear había sobrepasado su vida útil, el Ejecutivo apostó por su mantenimiento y el Consejo de Seguridad Nuclear avaló la iniciativa con la exigencia de una puesta al día de sus medidas de seguridad, lo que no acalló las críticas de quienes consideran que es preciso sustituir los riesgos de la energía nuclear por la seguridad de las renovables.

En el plano político, el Gobierno sabía que la oposición podría sacar adelante cualquier decisión que impidiera el funcionamiento de la central burgalesa, situada muy cerca del País Vasco, y ha decidido no afrontar nuevas derrotas parlamentarias. Por su parte, los nacionalistas vascos se han mostrado siempre en contra de que Garoña volviera a funcionar y pronto se podrá comprobar si el PNV relaciona este hecho con su apoyo a los Presupuestos del próximo año, lo que parece una evidencia.

Cierto que la central de Garoña era la más pequeña de las existentes y que su aportación al suministro de electricidad había sido asumida por otros medios de generación, pero todo lo que ha ocurrido en torno a la gestión de su cierre, una larga guerra política y medioambiental, debiera servir para no repetir errores a medidas que el resto de centrales nucleares vayan cumpliendo su ciclo de vida. Al menos mientras el Gobierno conservador no disponga de mayorías parlamentarias claras.

Pero al mismo tiempo debiera ser más prudente a la hora de conceder demasiadas prerrogativas a las eléctricas que, como se ha visto, sobre todo en el caso de Iberdrola  –con sede en Bilbao-, han antepuesto sus intereses económicos a cualquier otra consideración sobre la producción de energía de procedencia nuclear, que abarata los costes de la luz para los consumidores, o servía para el mantenimiento del empleo y de las condiciones de vida en una comarca que vivía de este monocultivo, y que ahora estará pendiente del cumplimiento de las promesas de reindustrialización que acompañan a un cierre traumático y que nunca llegan en la medida de los compromisos adquiridos. 

Y como la política energética parece que es un asunto permanentemente abierto y sujeto a revisión, la continuidad del resto del parque nuclear español dependerá de las decisiones que se adopten durante la aprobación del Plan Integral de Energía y Clima que se encuentra en proceso de elaboración. Pero antes y más importante sería que saliera adelante la iniciativa parlamentaria de toda la oposición para poner en marcha una ley que favorezca el autoconsumo eléctrico, el consumo energético compartido y colectivo y acabar con el impuesto al sol. ¿O no es sorprendente que Alemania cuente con más casas con paneles fotovoltaicos que España?

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