Opinión

Evocaciones ourensanas, sabores mañaneros y silencio nocturno

Repuesto de una pasajera indisposición que dio conmigo en el hospital, retomo mis colaboraciones en “La Región” con estas historias de otro tiempo y de cosas y episodios que, a mi entender, vale valorar y extender. Hoy quiero hablarles del olor de la ciudad de antaño que sigue vivo en mi recuerdo. Hay dos evocaciones ourensanas que se reconstruyen en mi mente, se desatan en el corazón y me llevan a aquel tiempo lejano de mis veinte años. Una ocurre los domingos por la mañana, temprano: cuando salía de guardia del Cuartel de San Francisco, apenas abriendo el día, me gustaba bajar dando un paseo por la vieja ciudad, percibiendo los aromas de los viejos barrios que se despertaban. Maldigo no acordarme dónde compraba unos churros chispeantes, estupendos. Se ha borrado el lugar, pero el aroma sigue en el recuerdo. Pero les juro que el lugar existía. No lo he soñado. Apenas me cruzaba con dos o tres beatas de primera misa.

Era un Ourense calmo, que se despertaba al toque de las campanas, donde la gente que te encontrabas a tu paso te daba los buenos días, hoy costumbre extinguida como evidencia de la degradación que padecemos. El otro recuerdo es en la noche, en la madrugada. Cuando salía de la COPE, donde me inicié como locutor y periodista. Me gustaba dar un paseo por aquel Ourense solitario, pero cálido (era en primavera). Me encantaba escuchar mis propios pasos en silencio y hasta los grababa para luego usar en la radio en algún programa de madrugada. Las pocas tabernas y chiringuitos abiertos iban cerrando o habían cerrado…Y yo caminaba melancólicamente cruzando el puente sin un alma, salvo un pobre perro callejero, pues vivía al otro lado del río. Era como si la ciudad se recogiera sobre sí misma y echara el cierre. A mí me gustaba aquel Ourense, ahora lejano, pero querido.

Y aparte de esos olores y sabores de la ciudad, estaban sus personajes. Decía Le Corbusier (Charles-Édouard Jeanneret-Gris), el gran urbanista suizo nacionalizado francés, que “la ciudad es el lugar donde uno se reconoce, a través de los edificios, los comercios, los bares, etc. Y sobre todo por la gente cotidiana que te encuentras en la calle todos los días”. La ciudad son las personas de tu tiempo que hacen que la urbe cambie en la medida que sus rostros van desapareciendo al paso de los años. Pero nunca se borran de nuestro recuerdo, como si esperaras encontrártelos en los lugares que frecuentaban en cualquier momento. Con razón se dice que la ciudad es más humana en cuanto que los locos pueden andar por sus calles y la gente los respeta y estima en su peculiaridad (locos no agresivos, se entiende). En Ourense hubo uno especialmente famoso, “O Emilio”, a quien Antonio Tovar inmortalizó en un poema y que circula entre el mito y la realidad. Según la época se disfrazaba de “Papa, Rey o Xeneral”. Este poema fue convertido en canción por Sergio Aschero y lo cantó con Ángeles Ruibal en el Ateneo de Ourense, tiempo ha.

De entre personajes que echo de menos, quiero recordar a “Manaicas”, y “Toñito patata”. Me consta de este último que, con riesgo de su vida, otros le deben la suya, No recuerdo bien el oficio de “Manaicas”, creo que algo de Fenosa. Había servido en la Legión Extranjera Francesa y tenía los brazos cubiertos de tatuajes. Él los llamaba “pensamientos”. Alguno, de origen amoroso, se los había quemado con ácido y las huellas de su efecto eran evidentes. De cuerpo atlético, recuerdo haberlo visto tirarse desde el puente al Miño. Hablé mucho con él. Era un tipo humano peculiar, de él hubiera escrito una novela el mismo Cunqueiro. Me consta que salvó a alguna persona a punto de ahogarse en los remolinos entre puentes. Pero no le daba importancia.

En cuanto a “Toñito” debo decir que era un excelente chaval, también de cuerpo atlético, y el mejor nadador del Miño. Todo el mundo lo quería. Era un chico alegre y feliz, amigo de todo el mundo. Me consta que más de una vez sacó del río a alguna persona en apuros. Lo he visto en acción muchas veces, insisto. Le gustaba cantar, creo que copla, y solía hacerlo libremente por la calle. No todo el mundo lo entendía, pero creo que los ourensanos en su conjunto lo respetaban. Yo hablé con él muchas veces, sobre todo en un cine de verano que estaba en la calle del Concejo. ¡Ay de aquel Ourense!

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