Opinión

¿Una crisis sin remedio?

Acabo de leer Informe sobre España. Repensar el Estado o destruirlo, de Santiago Muñoz Machado, sólo unas pocas semanas después de haber hecho lo propio con El desgobierno de lo público, de Alejandro Nieto. Dos obras recientes de dos maestros consagrados del Derecho Administrativo que, rompiendo los límites que impone la especialización académica, se adentran en el campo del ensayo para reflexionar sobre la actual crisis del Estado en su vertiente política, jurídica e institucional. Los dos libros están magníficamente escritos y en ambos se analiza con lucidez y rigor la realidad que constituye su objeto. Los dos son diferentes: Nieto ha sido siempre un autor más heterodoxo y polémico, y su reflexión incide más en cuestiones políticas de fondo, mientras Muñoz Machado muestra una mayor querencia por la técnica jurídica a la hora de analizar la crisis institucional del Estado. El libro de Nieto, marcado por un profundo pesimismo, se asemeja a la autopsia de un cadáver institucional, en tanto el de Muñoz Machado recuerda al diagnóstico de un enfermo grave, pero en modo alguno desahuciado. Nieto es tajante al calificar al actual régimen como una partitocracia en la que la corrupción se ha vuelto sistémica. Muñoz Machado se concentra en diseccionar el laberinto de ineficiencia, disfunciones y, en fin, caos en que ha degenerado el Estado de las autonomías, desvelando el origen de las patologías que lo aquejan, cifrado en los graves errores de organización territorial cometidos en una Transición mitificada. Pero aunque las diferencias entre ambas obras sean sustanciales –ni tocan los mismos asuntos, ni los enfocan del mismo modo– ambas comparten rasgos comunes, con el telón de fondo de la reflexión sobre nuestro orden político. Recomiendo vivamente la lectura de ambos libros.

Y, sin embargo, ambos me han decepcionado por igual. ¿Por qué? Porque esos dos libros, como muchos otros publicados en los últimos años, contienen, en líneas generales, un acertado y brillante diagnóstico de la situación. Pero, en cambio, apenas si son capaces de esbozar una propuesta de terapia. Muñoz Machado no pasa de proponer algunas reformas paliativas para poner un poco de orden en ese Título VIII de la Constitución al que otro viejo maestro de nuestro Derecho Público – Santamaría Pastor – ha calificado recientemente como un museo de los horrores jurídicos. Nieto reconoce, en varios pasajes de su obra, la extrema dificultad de reformar un sistema cuyo principal problema son, paradójicamente, los únicos actores que podrían aportar la solución, es decir: los propios partidos políticos.

Cuando hasta los viejos maestros parecen incapaces de proponer una hoja de ruta de reformas es que algo grave sucede. Lo peculiar de la actual crisis no son los problemas que revela, sino la abrumadora ausencia de soluciones reales que, desde el sistema y sus aledaños, se ofrecen. Tal vez esta crisis no sea tal, sino algo diferente: el inicio de un lento pero inexorable proceso de decadencia de un Estado de bienestar agotado e insostenible pero, al mismo tiempo, incapaz de reformarse a sí mismo, en tanto su principal soporte –la clase media, o sea: la mayoría de nosotros– sigamos dispuestos, elección tras elección, a mantener en el poder a una oligarquía de partidos que no son más que nuestro espejo, a cambio de que apuntalen como sea un statu quo que todo el mundo se obstina en considerar irrenunciable. Nuestro orden político se asemeja a la ciudad de Venecia: se hunde equis centímetros cada año, pero tardará todavía demasiado tiempo en hundirse por completo. Sobrevive en una suerte de equilibrio inestable, al que nadie pone remedio, por temor a que una reforma en profundidad pueda precipitar un desastre. Entretanto, el tinglado va aguantando, o eso parece, y en los parlamentos se entablan debates en los que los argumentos recuerdan la aburrida danza de las moscas atrapadas en el interior de una botella, condenadas, una y otra vez, a estrellarse en la misma frontera de cristal. Pero el miedo a cortarnos con los cristales nos impide romper esa botella, cada vez más vacía, cada vez más estrecha.

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