Opinión

DESOLATION ROW

No suelen gustarme los discos grabados en directo. En particular, me desagradan esos fragmentos en los que los artistas se dedican a largar breves discursos al público, a improvisar chistes malos o a ponerse trascendentes. Comprendo que ese tipo de cosas puedan tener algún sentido en pleno concierto. Pero, una vez grabadas, sacadas de su contexto, corren el riesgo de incurrir en la impertinencia o la ridiculez. Supongo que es una manía personal dictada por el capricho, pero los conciertos sólo me gustan si participo en ellos como espectador: para escuchar en el salón de casa, suelo preferir la fría perfección de una grabación de estudio hecha como Dios manda a la impostura que supone enlatar en un trozo de vinilo o un archivo electrónico la espontaneidad de algo que ya pasó, y, como tal, ha perdido su razón de ser.


Naturalmente, hay excepciones. Una de ellas es el MTV Unplugged de Bob Dylan. Hay en ese álbum una versión acústica de Desolation Row que está varios cientos de codos por encima de la original, grabada en estudio casi treinta años antes. Casi juraría que es una canción diferente. Lo parece, y en cierto modo lo es. Es curioso: en mi adolescencia escuché docenas de veces la versión eléctrica original en el vinilo de Highway 61 Revisited. La canción no me gustaba. Más aún: el que no me gustaba gran cosa como intérprete era Bob Dylan. Prefería las versiones de sus canciones interpretadas por otros, sobre todo las de sus primeros discos. Por ejemplo, mi versión favorita de Like a rolling stone es, con mucho, la de John Mellencamp (por cierto: en directo - otra excepción a la regla). Like a rolling stone es una canción extraña, que en la voz de Dylan siempre me pareció demasiado pesada y eléctrica, impregnada de un resentimiento cansino que matizaba su brillantez y su espíritu transgresor. En cambio, en la versión de Mellencamp ese himno de venganza se convierte en una celebración de la pérdida de la inocencia -he ahí la verdadera transgresión- de una rara belleza, una canción viva, de un júbilo desquiciado que recuerda el gesto demencial del loco del tarot de Marsella: un juglar tocando con alegría desgarrada mientras cae en el abismo.


Hace algunos años redescubrí Desolation Row en esa versión acústica del MTV Unplugged, de un modo casual, que es como suelen suceder las cosas que de verdad importan. Es curioso: el callejón de la desolación, que siempre me había parecido triste y monótono, demostraba estar lleno de vida en esa versión sobria y elegante -el limpio sonido de las cuerdas contrasta con la voz agrietada de Dylan- de lo que parece una balada folk tradicional y en realidad es un poema disparatado sobre un mundo caótico, al que sólo una melodía agónica consigue dar forma. Desde entonces, cuando percibo que las cosas van mal, acostumbro a escucharla. Cuando las cosas van realmente mal, las canciones alegres suelen ser inútiles, incluso fastidiosamente irritantes. Dylan, en cambio, es como un tónico amargo: un remedio que rara vez falla, ese consuelo que -como escribió Juan Benet- sólo se encuentra en la desesperanza.

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