Opinión

La división de poderes

La formulación más elemental –pero tal vez más lúcida y penetrante- de la teoría de la división de poderes no se encuentra ni en la obra de Montesquieu, ni en la de Locke, ni siquiera en Tocqueville, sino en una fantasía literaria llamada El señor de los anillos. Bajo la inmensa crónica de la Gran Guerra del Anillo que sacudió la Tierra Media, se oculta, entre otras muchas cosas, un pequeño tratado de ciencia política cuyo eje obsesivo es la absoluta necesidad de limitar el poder.

La historia es conocida: Sauron, el Oscuro, creó un anillo único cuya siniestra magia sometería a los múltiples anillos de poder que los herreros elfos forjaron en la antigüedad. Pero Sauron pierde el anillo, y ello impide que su dominio sea total. Por eso busca desesperadamente esa joya maléfica que el azar ha puesto en las manos del hobbit Bilbo. La guerra estalla, y es a otro hobbit, el joven Frodo, a quien se confía la misión de destruir el anillo. La obra de Tolkien gira en torno a dos ideas esenciales. La primera, bastante obvia, es que el poder tiende por naturaleza a una expansión sin límites y, simultáneamente, a su concentración en una única mano. Ese impulso lleva a Sauron a forjar el anillo único, bajo cuya jurisdicción mágica caerán los anillos de reyes, elfos y enanos. Pero hay más: el anillo no sólo otorga un poder absoluto a quien lo posee: también convierte a su portador en su esclavo, incluso si esa posesión tiene lugar de modo accidental e inconsciente. El deseo de adueñarse del anillo enloquece a Boromir, un valeroso guerrero que a punto está de convertirse en un criminal. Cuando Frodo ofrece el anillo a la Dama Galadriel, ésta augura que la transformará en una reina tan hermosa como terrible. Gandalf, el mago, es lo bastante sabio como para rechazarlo con un gesto de espanto: sabe que en sus manos el anillo será indestructible. Ni siquiera los seres más humildes están libres de la tentación: el anillo convierte a Smeagol en una criatura inmunda llamada Gollum, obsesionada con ese aro de metal cuya verdadera naturaleza ignora. Y, a la hora de la verdad, el propio Frodo vacila ante el fuego del Monte del Destino, incapaz de arrojar a las llamas la ominosa sortija cuya destrucción le ha sido encomendada. Sólo el azar lo destruye: Gollum se abalanza sobre Frodo y de un mordisco le arranca el dedo ensartado en el aro, para, instantes después, perder pie y caer al abismo en llamas mientras acaricia por última vez su preciado tesoro.

Esta segunda idea es la decisiva: no es sólo que el poder sea irresistible y destructor; es que lo es esté en manos de quien esté, pues la corrupción y el despotismo alcanzan incluso a los héroes. En esto –en la esencial debilidad de sus héroes- reside la profunda originalidad de Tolkien frente a otros autores del género fantástico. Por eso no hay otra forma de derrotar a Sauron que no sea destruir el dichoso anillo, cuyo inmenso poder no puede volverse contra su creador, precisamente por su inmensidad: porque es imposible que un poder enorme se ejerza adecuadamente, por muy loables que sean las intenciones de quien se adueñe de él. Si esto es así, el orden político de una sociedad libre no depende tanto de la calidad moral de sus gobernantes (que jamás se verán libres de tentaciones) sino de la existencia de mecanismos objetivos que les impidan cometer fechorías. Y, dada la insaciabilidad del poder, sólo hay un modo de dominarlo y evitar sus perniciosos efectos: dividirlo. No un anillo único, sino múltiples anillos de poder, limitándose recíprocamente, hasta volverse inofensivos.

La idea es tan vieja como el hombre. Y, sin embargo, hay signos de que parece haber sido parcialmente olvidada en nuestra democracia de masas. Pero de eso hablaremos en otra ocasión.

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