Opinión

Enterría

El pasado 16 de septiembre falleció don Eduardo García de Enterría, uno de los juristas más importantes de la historia contemporánea, un escritor como la copa de un pino y un intelectual de los de verdad (o sea, de los que no dan gato por liebre y cuya obra contribuye a desentrañar la realidad y dar solución a los problemas de las personas). Letrado del Consejo de Estado, fundador de la 'Revista Española de Administración Pública' y catedrático de Derecho Administrativo, el joven profesor De Enterría inició, en el páramo político y cultural de nuestra última postguerra, una tarea gigantesca: la construcción del moderno Derecho Administrativo español, que, hasta entonces, era poco más que un amasijo de reglamentos. Semejante tarea puede parecer una labor puramente académica, carente de relevancia práctica, de interés sólo para especialistas. Craso error.

Probablemente Enterría sea un desconocido para el gran público. Sin embargo, su obra ha mejorado decisivamente la vida cotidiana de millones de personas, al alumbrar un preciso sistema de conceptos al servicio de una serie de principios fundamentales, sin los cuales el Estado contemporáneo se convertiría en una pesadilla o, en el mejor de los casos, en una monumental chapuza. En la medida parcial en que nuestros gobernantes y jueces acertaron a hacerle caso (cosa que sucedió incluso bajo el franquismo, aunque fue con la democracia cuando sus ideas se trasladaron a la práctica con mayor extensión e intensidad) los abusos de poder de redujeron y las administraciones públicas (en su origen, puros instrumentos de dominación; cosa que, lamentablemente, siguen siendo en una medida inaceptable) comenzaron a convertirse en lo que deben ser (organizaciones al servicio del ciudadano) en un proceso evolutivo que dista mucho de haber concluido. Son múltiples los ejemplos de esa decisiva influencia práctica de sus ideas: en la Ley de expropiación forzosa, en la regulación de la justicia administrativa, y, sobre todo, en la Constitución, muchas de cuyas normas reproducen sus tesis fundamentales. El caso más conocido es el de su artículo 9.3, que prohíbe la arbitrariedad de los poderes públicos. Hoy es una idea común, aunque con frecuencia poco respetada. Pero fue García de Enterría el primero en formularla en España, en una conferencia pronunciada nada menos que en 1959. De no haber acuñado en su obra el principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos con la brillantez y valentía con que lo hizo, dudo que existiese ese bendito artículo de la Constitución: un arma de largo alcance, que, de ser tomada en serio, podría por sí sola llegar a erradicar los abusos de poder, incluso cuando éstos se amparasen en el disfraz de legalidad de una norma. Son innumerables las sentencias judiciales que han aplicado con éxito este principio, deshaciendo con ello miles de entuertos. Por desgracia, han sido menos abundantes las leyes y reglamentos que lo han llevado a la práctica como es debido. A día de hoy, el valor potencial de su obra todavía no sido plenamente actualizado por nuestros legisladores, y hasta tengo la sensación de que, de un tiempo a esta parte, hemos ido hacia atrás: abundan las leyes que –al socaire de una peligrosísima hiperlegitimación de las decisiones políticas, por el mero hecho de ampararse en la voluntad presunta de la mayoría– han multiplicado la discrecionalidad de nuestros gobernantes en cuestiones clave. Hay serias averías en nuestra democracia, y muchas se localizan en la legislación administrativa, que da todavía soporte a demasiadas malas prácticas. Más allá de la retórica vacía a que se reduce el actual debate político –más ocupado en manipular y adular a la opinión pública que en buscar soluciones a los problemas- necesitamos profundas reformas en las reglas de juego de nuestras instituciones, que implican repensar de arriba abajo el funcionamiento de las administraciones públicas. Convendría, para ello, releer con calma a García de Enterría. Entre otras cosas, claro.

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