Opinión

LA GRAN ILUSIÓN

Ha dicho Artur Mas que el actual proceso político para la independencia de Cataluña coloca a su pequeño país 'a medio camino del infinito'. Pronunció esas palabras mientras inauguraba en Lérida los actos conmemorativos del tricentenario de la Guerra de Sucesión: un conflicto que, en el universo simbólico del nacionalismo catalán, significó una derrota histórica para Cataluña. Tras esa guerra, los decretos de Nueva Planta de Felipe V sentaron las bases jurídicas para la posterior construcción de un estado-nación llamado España, que hasta entonces no había pasado de ser un mosaico de antiguos reinos medievales, superficialmente ensamblados bajo una superestructura imperial que, a finales del siglo XVIII, enfilaba la recta final de su decadencia. La obra de construcción de ese estado-nación no estuvo exenta de incidentes: en apenas ciento cincuenta años, tres guerras civiles -dos en el XIX y una en el XX-, varios golpes de estado, un par de revoluciones, dos repúblicas fallidas, dos dictaduras y una monarquía a la que el destino acabó devolviendo un trono siempre tambaleante, amarrado por un delgado hilo que, partiendo de una ley franquista, fue a ovillarse en el Título II de la actual Constitución. Con tales antecedentes, identificar a España con lo que Ortega denominaba una nación -'un sugestivo proyecto de vida en común'- es, cuando menos, una exageración o un ejercicio de notable voluntarismo. El proceso de construcción del moderno Estado español fue un proceso traumático, y su consolidación se produjo -guste o no- por obra de un astuto y despiadado militar del Ferrol. En su virtud, el nacionalismo español tuvo la desgracia de ser urdido a partir de los mimbres del nacionalcatolicismo, cuya fecha de caducidad pasó hace mucho tiempo. Y, posteriormente, no encontró modo de reinventarse, como no fuese a través de extrañas fórmulas híbridas (España como nación de naciones, patria constitucional y cosas por el estilo) que rozan la imposibilidad metafísica. De aquellos polvos, estos lodos: no es extraño que, todavía hoy, una parte importante de la opinión pública española muestre un escaso entusiasmo patriótico, que al parecer sólo el fútbol es capaz de despertar. Y no es extraño porque, pese a que la realidad histórica, social y cultural de España es, a día de hoy, incontestable, esto no es más que un hecho objetivo, cuya importancia en política es, por desgracia, relativa. A la idea de España le sobra realismo y le falta el ingrediente de la ilusión. Aceptarla como un hecho consumado, pase. Reconocer que, sea como sea, la unidad de España tiene más ventajas que beneficios, pues también. Pero entusiasmo, lo que se dice entusiasmo, poco. Lo que explica que a estas alturas sigamos mareando la perdiz, incapaces de ponernos de acuerdo en cuanto a la forma de Estado, mientras el separatismo catalán y el vasco subsisten y gozan, al parecer, de una envidiable salud.


La frase de Mas es, en realidad, un verso del poeta ilerdense Magí Morera, cuyo empleo denuncia el irracionalismo místico que sostiene cualquier nacionalismo. En su contexto original, el verso de Morera se refería a la catedral de la Seu Vella de Lleida, cuya arquitectura de transición -donde la pureza del románico se mezcla con la monumentalidad gótica- transmite la ilusión de la trascendencia. No creo casual la elección de ese verso: al espíritu nacionalista lo posee una ilusión muy semejante a la religiosa. En contraste, la reciente afirmación de Mariano Rajoy ('España es un bien indivisible') más propia de un registrador de la propiedad definiendo el estatuto de una finca que de un líder político invitando a la movilización social, revela en su aburrida sequedad las carencias ideológicas de un nacionalismo español que ya sólo puede apoyarse en el pragmatismo.


Que en el proceso separatista la alucinación ideológica se mezcle con la demagogia más evidente (¡España nos roba!) no impide constatar el hecho de que, en el fondo, la independencia de Cataluña sea una gran ilusión para miles de ilusos. Nunca ha existido una Cataluña independiente, y el Poble Català es una criatura tan imaginaria como el Pueblo Español. Pero es precisamente esa inexistencia la que le confiere su poder de seducción. La España real lo tiene crudo: tiene que competir con una Cataluña inexistente, que, como tal, goza de todos los privilegios de lo irreal. Una vez que se acepta como artículo de fe lo de que Cataluña es una nación (y muchos catalanes así lo creen) la suerte está echada: la realidad real nunca podrá competir con la tierra prometida.


Lo más llamativo es la rigurosa contradicción que encierra la frase de Mas: pretender que lo infinito se cifre en la finitud de una frontera, y que ese infinito se alcance encerrándose uno en límites más estrechos. Si yo fuera presidente del Gobierno, lo tendría claro: haría cuanto estuviese en mi mano -reforma de la Constitución incluida- por hacer posible la consulta independentista. Y ello por dos razones: la primera, porque si realmente la mayoría de los catalanes no quieren pertenecer a España, no veo legítimo obligarles a ello por la fuerza; la segunda, porque creo que, una vez que la independencia deje de ser esa gran ilusión para convertirse en una simple posibilidad práctica, la inmensa mayoría de los catalanes comprenderán -más pronto que tarde- que el prometido viaje al infinito se dará de bruces con el enclaustramiento en una frontera asfixiante y provinciana, donde ya no habrá a quien echarle la culpa de lo mal que andan las cosas. Tal vez entonces (pero sólo tal vez) dejen de dar la tabarra con este asunto.

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