Opinión

La mujer del César

No falla: cada vez que asisto a un debate sobre corrupción política, y surgen dudas acerca de la inocencia del imputado de turno, a alguien se le ocurre citar, con aire sentencioso, la archisabida frase: “Pero es que la mujer del César no sólo debe ser honesta, sino, además, parecerlo”. Rara vez se formulan objeciones a tan aberrante y retrógrada afirmación.

La frasecita de marras es de las que tienen la virtud de desagradarme, por varias razones. La primera es de orden formal. Y es que la honestidad poca o ninguna relación guarda con la corrupción política. Honestidad y honradez, en castellano, no fueron los sinónimos imperfectos que son hoy sino hasta hace relativamente poco tiempo. Antaño, la honestidad significaba una conducta decorosa, púdica, recatada. Y la honradez denotaba la rectitud del ánimo, el respeto a la ley, a la verdad, a la palabra dada y a la propiedad ajena. Como vino a decir Salvador de Madariaga, uno sólo podía ser honesto de cintura para abajo, y honrado de cintura para arriba. Se podía ser honesto sin ser honrado, y viceversa. Sólo por influjo del inglés –cuya voz honesty reúne ambos significados en una misma palabra– el matiz diferencial entre ambos vocablos se fue diluyendo, hasta el extremo de que ya el diccionario de la RAE recoge, entre las acepciones de honestidad, las propias de la honradez. En suma: llamar honesto al honrado es correcto, pero no deja de revelar una escasa atención a los matices semánticos, que, de por sí, nos pone sobre la pista del grueso trazo característico del juicio de valor que encierra la susodicha frase, que en realidad oculta un mensaje profundamente reaccionario y bastante antijurídico. Para indagarlo, tal vez sea buena cosa traer a colación su origen.

Lo cuenta Plutarco, en sus Vidas paralelas. Un patricio romano con nombre de trabalenguas -Publio Clodio Pulcro– andaba locamente enamorado de Pompeya, a la sazón esposa de Julio César. En una de esas fiestas sagradas romanas a las que sólo las mujeres podían asistir, el señor Pulcro fue sorprendido en casa de César, donde se había colado travestido de tañedora de lira –vaya idea- con la intención de seducir a Pompeya. No consta ni que Pompeya le hiciese demasiado caso, ni que, desde luego, se consumase la infidelidad. Sin embargo, Julio César aprovechó la ocasión para repudiar a Pompeya. Cuando se le preguntó por el motivo que justificaba el repudio, parece ser que soltó esa frase, que ahí quedó, para la Historia.

La acción de Julio César -que, para colmo, era un adúltero redomado- es de un cinismo insufrible. Utilizó a excusa de una mera apariencia -a sabiendas de la inocencia de Pompeya, o cuando menos de lo dudoso de su culpa- para poner a su esposa de patitas en la calle. De eso trata, en el fondo, la célebre frase: de cómo acabar con la vida civil de cualquiera sobre la base de una simple sospecha o conjetura. A los robespierres de tres al cuarto que tanto abundan últimamente les encanta envolverse en la rimbombante autoridad que parece otorgar el repetir como un mantra lo que no fue más que una majadería pronunciada por un dictador de la Roma antigua para, sin más trámite, dictar sentencia de ostracismo contra quien sea. Y no es difícil que, a fuerza de repetir esa maldad del César, se le acabe dando otra vuelta de tuerca a la frase, para concluir que lo importante, lo decisivo, es que la mujer del César, ante todo, aparente ser honesta. Que lo sea o no, es lo de menos. En el confuso gallinero en que se ha convertido la vida política española, lo que no es aparente no tiene derecho a existir.

Supongo que seré un anticuado. Pero a mí lo que de verdad me preocupa es que la mujer del César sea honrada, y presumiré que lo es hasta que no me demuestren lo contrario. En cuanto a su honestidad, me es indiferente: tengo muchos defectos, pero no soy envidioso.

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