Opinión

PACTAR CON EL DIABLO

El 28 de enero de 1919, Max Weber pronunció una histórica conferencia en la Universidad de Munich, titulada La política como profesión, que se convirtió en un pequeño clásico de la ciencia política tras su publicación en forma de libro. Se trata de una reflexión acerca de la política como actividad humana y las cualidades que un político profesional debe reunir. Lo interesante de esta reflexión -y lo que la mantiene de absoluta actualidad- es que no obedece a una construcción teórica sostenida sólo sobre sus propios argumentos (cuyo parecido con la verdad sería pura coincidencia) sino que parte de la observación de la realidad tal como es, y más en concreto, de la esencia del poder político: el uso de la violencia a través de la maquinaria del Estado. Esa cualidad distingue a la política de cualquier otra forma de acción humana que no sea delictiva: la política implica apoderarse del Estado, cuyo rasgo distintivo es arrogarse el monopolio de la violencia.


Es cierto que en las democracias de corte occidental esa violencia, en su expresión física, prácticamente ha desaparecido, limitándose (o casi) a los delincuentes. También lo es que la violencia estatal, sometida a estrictas reglas en el Estado de Derecho, justificada por la necesidad de mantener el orden social y proteger los derechos de las personas, es legítima. Pero eso no cambia lo esencial: la acción política mantiene su vínculo original con la violencia, e incluso en sus más edulcoradas manifestaciones sigue mostrando esa oscura naturaleza. Gobernar es, en última instancia, ejercer la violencia sobre los demás, aunque sea en su supuesto beneficio y con su presunto consentimiento (consentimiento que, en realidad, sólo presta una mayoría, y aún esta de un modo aproximado e imperfecto). Cobrar impuestos, dictar normas de obligado cumplimiento, expropiar bienes, imponer multas: todos ellos son actos de violencia, por legítima que sea. Sin ese rasgo diferencial - que casi siempre se oculta púdicamente en el debate público, hoy ritualizado hasta la banalización - es imposible comprender el modo de actuar de los políticos y el extraño atractivo que para muchos tiene esa actividad, radicalmente diferente a cualquier otra en la medida en que ninguna otra forma de acción lícita pone en manos de quien la ejerce un poder semejante. En palabras de Weber: 'Quien se mete en política, es decir, quien se mete con el poder y la violencia como medios, firma un pacto con los poderes diabólicos, y sabe que para sus acciones no es verdad que del bien sólo salga el bien y del mal sólo el mal, sino con frecuencia todo lo contrario. Quien no vea esto es, en realidad, un niño desde el punto de vista político'. Weber expresa con transparencia lo, en el fondo, por todos sabido: que las decisiones políticas frecuentemente ponen a quien las adopta frente al dilema de elegir entre dos males o la paradoja de tener que traicionar las propias convicciones para evitar consecuencias prácticas indeseables. Es cierto que a veces eso sucede también en nuestra vida privada, pero con una diferencia: nuestras decisiones nunca afectan a millones de personas.


Hace años le oí decir a Manuel Fraga (que de pactos con el diablo sabía un rato) que quien pensase en dedicarse a la política debía leer antes ese libro de Max Weber. Yo leí entonces, y muchos años antes de descubrirlo con mis propios ojos, comprendí que dedicarse a la política siempre es pactar con el diablo, aunque sea por una causa justa. Desde que lo sé, la política, a fuer de diabólica, me parece más humana y comprensible. Y, para qué negarlo, mucho más atractiva. Incluso para aquellos que, salvo observar u opinar, poco o nada tenemos que hacer en ese campo.

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