Opinión

¿PARA QUÉ SIRVE UN DIPUTADO?

La reforma electoral promovida por Núñez Feijóo, consistente en reducir el número de diputados del Hórreo, ha servido al menos para confirmar lo ya sabido: que el Parlamento, en nuestro país, es una institución venida a menos. En sí misma, la reforma es una pésima idea, porque limita el pluralismo político, acentuando aún más el sesgo mayoritario de un sistema que sólo es relativamente proporcional. Las razones esgrimidas para avalar la rebaja desprenden un fuerte tufo a populismo, que suena a coartada: recortar el gasto correspondiente a catorce diputados supone un ahorro ridículo, en torno a un millón y pico de euros anuales, un 0,01 % de los presupuestos generales de la comunidad autónoma. Es demasiado evidente que el efecto real buscado es otro: matizar aún más la proporcionalidad del sistema en beneficio del partido mayoritario.


No obstante, mantener la actual asamblea de 75 escaños tal como está, tampoco me convence. Y es que este Parlamento ha sido incapaz de evitar la deriva partitocrática del sistema y la pulverización del principio de división de poderes entre legislativo y ejecutivo. Tengo la impresión de que una mayoría de los ciudadanos, o están a favor del recorte de escaños o les resulta indiferente. Más aún: creo que muchos aplaudirían una reducción más drástica, por debajo del mínimo que marca el Estatuto. Pero ese apoyo o indiferencia no obedecen a una voluntad de reducir el pluralismo. Son, más bien, el síntoma de una grave patología de nuestro orden político: la decadencia de la institución parlamentaria y la consiguiente devaluación de la figura del diputado. Hace ya demasiado tiempo que los parlamentos no son más que cajas de resonancia de las cúpulas de los partidos. Los grupos parlamentarios se rigen por una disciplina férrea, propia de una organización burocrática, y los diputados (con muy escasas excepciones) son por regla general animales gregarios, carentes de iniciativa y autonomía e incapaces de discrepar, so pena de ostracismo, con sus partidos (salvo por cuestiones de reparto interno del poder, esto es: cuando ya no hay nada que perder). La desafección ciudadana hacia el parlamento es la conclusión lógica que sigue a la constatación de que ya no votamos a personas, sino a los partidos y sus inevitables líderes carismáticos -un producto manufacturado por los medios de comunicación- sin tener mucho donde escoger, sin ningún control sobre los elegidos y con la conciencia de que los nombres que figuran en la papeleta son, probablemente, lo de menos. Hace tiempo que los grandes partidos -usufructuarios por turnos del aparato del Estado, desde el que se financian y controlan la formación de la opinión pública- han pasado de ser cauces de participación ciudadana a convertirse en un oligopolio que se ha adueñado de una democracia inmadura e inacabada. En estas circunstancias, ¿qué importa un diputado más o menos si todos, en última instancia, votarán los que les ordenen sus superiores?


La cuestión no es cuántos diputados son necesarios, sino cómo diseñar un sistema electoral que fortalezca el vínculo del parlamentario con los electores y lo debilite con respecto al partido. Algo que, desde luego, no se consigue con la circunscripción única para toda Galicia que algunos reivindican, que sólo alejaría aún más a ciudadanos y diputados. A mi modo de ver, la solución pasaría por reducir el tamaño de las circunscripciones e introducir listas abiertas (lo uno sin lo otro no funcionaría) eliminar umbrales y establecer fórmulas como el voto múltiple preferencial. Pero no es de esperar que los partidos reformen un sistema que les beneficia (o eso creen quienes los dirigen). Sólo una iniciativa ciudadana podría, hoy por hoy, impulsar una reforma semejante. Pero esta última, de momento, ni existe, ni se la espera.

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