Opinión

Los carbonarios, “no povo da esquina”

Batallones de voluntarios, entre ellos, los carbonarios. Foto de 1911 de Benoliel.
photo_camera Batallones de voluntarios, entre ellos, los carbonarios. Foto de 1911 de Benoliel.

Se asestaba un duro golpe a la institución monárquica. Era, sin duda, un aviso para navegantes. No se trataba de un reino cualquiera. La realeza lusa había regentado Portugal, durante ocho siglos, hasta que el 5 de octubre de 1910, de repente, se abolía. Lo cierto era que no era más que una crónica anunciada. La crisis secular decimonónica que había sacudido al país, le pasaba factura. Y, aunque se esperó la ocasión idónea para dar el estoque final, la revolución ya había enseñado sus garras, un par de años antes, cuando eran asesinados al entrar en Lisboa, de regreso de Villaviciosa, el rey, Carlos, y su primogénito, Luis Felipe. La monarquía ahora en manos de Manuel II, quedaba, a su pesar, políticamente, corroída por la acción destructora de la revolución. La familia Braganza tenía los días contados en Portugal. Más aún, cuando, en lugar de ponerse al frente de las tropas leales, el monarca, el día siguiente a producirse el cambio de régimen -informado de que Oporto, Coimbra, Aveiro, Braga y el Norte habían proclamado la República-, para evitar una sangría, ponía rumbo a Gibraltar.

Eso sí, después, el nuevo régimen se encargó de que jamás se restaurase la dinastía. La Carbonária -una sociedad secreta que había reclutado a los miembros de entre las huestes republicanas, socialistas y anarquistas lusas-, trató de presionar al gobierno de Canalejas para que España ni acogiese al rey destronado, ni a los monárquicos. Y, pese a que el presidente español procuró actuar con cautela, la prensa lusa, en concreto, A Capital de Lisboa, criticaba la tolerancia que tenía con líderes realistas, como Pavía Couceiro o Álvaro Chagas, que conspiraban para reponer en el trono a la Familia Braganza. Nevidadas – editado también en la Ciudad de la Luz- llegó, inclusive, a afirmar que el Hotel Roma de Ourense, era el centro de operaciones monárquico. Informaba de que allí anidaban 72 conspiradores. De ahí la necesidad que tenían los carbonarios de recaudar fondos a través de festivales que se celebraban en el teatro de Variedades Music Hall para apoyar a los republicanos ourensanos. Éstos no sólo les proporcionaban información -como el tren que se incautaba por llevar presuntamente armas para los realistas-, sino también soporte logístico en la lucha contra los que atentaban contra la República.

Definitivamente, o povo da esquina -nombre con el que denominaba la prensa portuguesa a Galicia-, veía como la “guerra civil portuguesa”, había anidado en su territorio. Los monárquicos lusos maquinaban, desde aquí, cómo derrocar el régimen; los carbonarios, por el contrario, actuaban, también aquí, impunemente, como policías portugueses, a pesar de no tener jurisdicción, para eliminar cualquier amenaza contrarrevolucionaria. Por lo tanto, se quisiese o no, los coletazos de la revolución portuguesa se hicieron notar en la frontera ourensana. Eran continuas las llamadas de atención que se hacían desde las poblaciones limítrofes con Portugal porque se sentían inseguras. El vandalismo y los desafueros por parte de estos sicarios, ante la mirada, condescendiente, de los carabineros españoles, que no sabían que hacer, estaban a la orden del día. Muchos de estos “espías”, envalentonados, más aún, tras la decisión tibia que tomaba el gobierno español ante el conflicto, campaban a sus anchas por la provincia. Y, sólo cuando los actos se desmadraban o causaban una gran alarma social, se tomaban medidas. 

El incidente producido en el mismo corazón de la ciudad de las Burgas, cuando la policía ourensana, en el verano de 1911, quiso detener a José Veves de quien se sospechaba que realizaba funciones de espionaje, fue uno de los detonantes. El carbonario le había propinado al agente Julián Rodríguez, con el bastón que tenía la empuñadura de hierro, un golpe en la cabeza hiriéndolo de consideración. Al instante, los compañeros acudieron en su ayuda, y apresaron al agresor. Luego, lo condujeron a las dependencias de la Inspección de Vigilancia, para ponerlo a disposición del juez de instrucción. Ni siquiera el revuelo que formaron los republicanos ourensanos exigiendo la liberación del espía portugués, le salvó de ser encarcelado. Aún estaba muy reciente la detención de otro de sus miembros, apodado “Cónsul de Portugal”. Hacía unos días, precisamente, que aquel integrante de la Carbonária había atentado en la Plaza Mayor de Verín contra Joao Almeida, un monárquico conocido por el título de Conde de Labradío. El realista luso había sido capitán de Caballería del ejército, y, también, había desempeñado el cargo de secretario para Miguel de Braganza -tío del destronado Manuel II- que, actualmente residía en Vigo. El periodista norteamericano del New York Evenig Post, Francisco Culbarj, hospedado en el Hotel Roma daba cuenta de aquel suceso que pronto corría como fuego por la pólvora por las editoriales de los periódicos nacionales e internacionales.

Ciertamente, si el primer objetivo de los carbonarios había sido asentar la República sobre un regicidio, ahora la misión era aniquilar todo intento de golpe conspirativo que la pudiese poner en peligro, incluso, interviniendo en suelo español. Es verdad que no evitaron que se produjesen intentonas dirigidas a derrocar el régimen, lideradas en 1911 y 1912, desde aquí, por Paiva Couceiro. Pero todas fracasaron estrepitosamente. La monarquía de Manuel II había nacido sobre el germen de la revolución y, sin remedio, sucumbía como los hijos de Saturno devorada por la acción destructora de su progenitor. Instaurada la República, ya no hubo Couceiros nacidos o por nacer que la derrumbasen.

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