Opinión

Ferias y mercados, el gran bazar del XIX

Foto de Cazaux en 1933. Las pulpeiras animando la feria en O Carballiño.
photo_camera Foto de Cazaux en 1933. Las pulpeiras animando la feria en O Carballiño.

Controvertida, sí. Pero, en todo caso, ni siquiera el propio obispo de Ourense, Quevedo y Quintano, se imaginaba, en el instante en que tomaba aquella medida para la diócesis, que su dictamen tuviese tal recorrido. No en vano, casi un siglo más tarde, algunos echaban mano de su disposición para defender el descanso dominical. Ni, posiblemente, tampoco suponía que, una década después de su muerte, aquella prohibición, en los términos acordados por él mismo, se hiciese extensiva a todo el Reino de Galicia. Sorprendentemente, la real orden del 14 de abril de 1829 que les envía el capitán general y presidente de la Audiencia de Galicia, Nazario de Eguía, a los ayuntamientos reproducía lo que el difunto obispo había dispuesto en referencia a la celebración de ferias y mercados que se llevaban a cabo en domingos o festivos. Definitivamente, se trasladaban a los días inmediatos en los que no hubiese obligación de oír misa. 

En esta ocasión, sin embargo, hubo ayuntamientos que recurrieron la ley porque, pensaban que no sólo lesionaba los intereses materiales de los pueblos, sino que también se mermaban las Rentas Reales. En seguida, el Consejo de Hacienda lo corroboró. Y en efecto, cuando se celebraban las ferias en días laborales, disminuía el tráfico de mercancías; por consiguiente, se resentía el fisco. Por eso, sin demora, en apenas tres años, aconsejó restablecer en todas las provincias del Reino de Galicia, la inmemorial costumbre que había en algunos lugares de hacerlas en domingos y festivos. Eso sí, no sólo se excluían el jueves y el viernes santo, o el Corpus, sino que, además, se obligaba a las Corporaciones a que estuviesen vigilantes para que nadie se aprovechase, en aquel ambiente desenfadado, ni para profanar los templos, ni para faltar al culto.

Ciertamente, las ferias y los mercados durante la centuria decimonónica se realizaban en un marco festivo. Pero no eran algo baladí. Eran, antes que nada, un inmenso bazar en el que el aldeano ponía a la venta tanto cereales -trigo, centeno y maíz-, patatas o hortalizas, como aves, principalmente gallináceas, e inclusive, su producto por excelencia, los huevos. Claro que, por encima de todo, el protagonismo lo tenían las transacciones comerciales que se realizaban en torno al ganado bovino, caballar y de cerda, bien fuese para cría o bien para ceba. Por lo tanto, estos días representaban, sin más, el único rayo de sol que podía disipar la densa bruma en la que vivían los pueblos. No vender lo poco que el aldeano producía, se convertía en la terrible serpiente que entre sus anillos estrangulaba la economía familiar del campesino. De ahí que, aunque aquella multitud variopinta que acudía a esos mercados callejeros por trochas, senderos o carreteras, los imbuía de un aire de fiesta, su razón de ser no era el ocio sino el negocio. Es, precisamente, este ideal liberal de convertir el mundo en un inmenso bazar el que está en la raíz de su florescencia. En Ourense, por ejemplo, en las postrimerías del siglo XVIII, se registraban 37 ferias mensuales. Luego, en el primer tercio de la centuria decimonónica obtiene concesión, entre otras, Leiro en 1829, San Amaro y Maside en 1830, o Cea en 1831. Lo cierto fue que, en 1834, en la provincia ya se contabilizan 50. 

Era de esperar que una vez que las poblaciones fuesen progresando, y a medida que los establecimientos comerciales en los núcleos urbanos fuesen ofertando bienes y servicios a cualquier hora, espontáneamente, las menos rentables, quedasen reducidas, como mucho, a la compraventa de ganado. Sin embargo, si bien el progreso disminuyó en ellas el volumen de venta de mercancías, aun así, no dejaron de crecer. En 1889, figuran, alrededor de 400 ferias, en distintos puntos del territorio gallego, unas mensuales y otras cada quince días. La mayoría de ellas siguieron teniendo lugar, hasta la actualidad, en los mismos días del mes; incluso, las segundas de nueva creación, como ocurre con la de Ribadavia. Aquí el Ayuntamiento, al igual que en otros lugares de la región, en 1892, decide que, además de la feria mensual que ya se venía realizando el día 10, se celebre, otra quincenalmente. Se establecía, así, un segundo mercado para el 25 de cada mes, con la condición de que este mercadillo quedase exento del pago de impuestos. La decisión de la Corporación de fijar un nuevo día a principios de los años noventa, no respondía sólo al anhelo del Consistorio de buscar nuevas alternativas mercantiles, sino más bien al deseo de rebajar la tensión de aquellos feriantes que eran más reacios a pagar por poner sus puestos en la que venía celebrándose desde tiempos inmemorables. 

Al fin y a la postre, la mejora de la red de transportes amplió el radio de exportación más allá de la comarca, y las ferias fueron quedando relegadas, en esencia, a las transacciones comerciales ganaderas. Desde luego que a ello también contribuyó, sin duda, el vasto programa de obras públicas que llevaron a cabo los respectivos gobiernos, sobre todo en época de Primo de Rivera. En muchas localidades de la provincia, se comenzaron a construir plazas de abastos en las que, a todas luces, se expendieron artículos y productos perecederos, en mejores condiciones de higiene y salubridad. Aun así, hoy, como antaño, los días de feria, bien es verdad que, por cuestiones diferentes, rompen con la cotidianidad. Los puestos ambulantes se siguen haciendo sentir; y más, en épocas críticas.

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