Opinión

Un rayo, en Allariz, “pone en vilo” a la iglesia

Iglesia de San Salvador de Piñeiro. Foto J. Pacheco 1902.
photo_camera Iglesia de San Salvador de Piñeiro. Foto J. Pacheco 1902.

Sucedió en junio; por San Juan. Dramático… una hecatombe. Claro que la explosión de un polvorín en Carabanchel o la tragedia de Algeciras, e incluso, la mortífera explosión del volcán Mont Pelée en la isla Martinica, eran tristes episodios que conmovían el corazón de los españoles en 1902; por supuesto. Los siniestros con pérdidas humanas, a nadie dejan indiferente. Pero la catástrofe producida en ese año por un rayo, en la iglesia de San Salvador de Piñeiro, en el arrabal de la villa de Allariz, era algo inaudito. El escenario en el que se producía, la juventud de los muertos, la atmósfera dantesca que se desató, y la situación de desamparo en el que quedaban las familias, eran la guinda a las calamidades que “llovían” sobre el país. Dejaba atónitos a propios y extraños… De ahí que se pusiese, rápidamente, en marcha la magnanimidad de la aristocracia del dinero, las juntas de socorro o la caridad inagotable del pueblo. Ahora bien, tras el comprensivo silencio, lo acaecido “ponía en vilo” a la iglesia. Los crédulos, desconcertados, no entendían el castigo de la Providencia -hasta ahora reservada a los impíos-; los agnósticos, acrecentaban sus dudas, y los “sin Dios” encontraban más pruebas, para seguir negándolo… Sin ir más lejos El Motín, un semanario satírico y anticlerical, ponía el dedo en la llaga. “Ayer ha caído un rayo en una iglesia de Allariz -decía-… en el edificio de El Motín no ocurre nada, respetemos los divinos designios de la Providencia”. Se trataba de un sarcasmo macabro; sí. Pero, en el fondo, desvelaba el eterno debate que mantenían crédulos e incrédulos. 

Bien es verdad que lo que quedaba claro era que el infortunio se había cebado de lleno con el vecindario del arrabal de la villa ourensana, el día de la festividad de San Juan Bautista. El rayo entraba en la ermita de San Salvador de Piñeiro y dejaba, tras de sí, un rastro de desolación. El recién nacido fotoperiodismo captaba a la perfección el instante preciso del horror, con imágenes impactantes de muertos que yacían en la capilla. Horribles escenas que vieron la luz en revistas gráficas nacionales, como Actualidades o Alrededor del mundo; o, mismo, en internacionales como Caras y Caretas. Las instantáneas causaron tal conmoción que el propio monarca Alfonso XIII, con urgencia, destinaba 2500 pts. para atender a las familias afectadas por la tragedia. Y, siguiendo su ejemplo, el obispo de la diócesis, Carrascosa, y la aristocracia del dinero, no se quedaron a la zaga. El Prelado no sólo le telegrafiaba a su mayordomo, para que destinase 3000 pts. a paliar las necesidades de los más perjudicados, sino que, además, acogía al hijo de una víctima -ingresaba en el Seminario-. También, la marquesa de Esquilache ponía en marcha el “trust de la caridad”. La célebre “salonnière” era la primera que le remitía al gobernador de Ourense 1000 pts. para socorrer a los damnificados.

Nadie se explicaba semejante tragedia… Ni a San Agustín, mientras explicaba el mal físico, como una consecuencia del desorden relativo en la evolución de la naturaleza, se le hubiese ocurrido tal adversidad. Porque… el rayo no caía ni en una plaza de toros, ni en un teatro, ni siquiera en una casa indigna, sino en un templo sagrado. Y, había caído, precisamente a las diez y media de la mañana de un domingo -el día del Señor-, cuando se estaba realizando una celebración religiosa por el alma de un convecino -un joven de 34 años de edad, enterrado a las siete de la mañana-. Lo hacía, además, cuando la iglesia estaba llena de conocidos del difunto -la mayoría de ellos unidos a él por lazos de parentesco-. Mismo parecía que había aguardado a que los seis sacerdotes se dispusiesen a entonar el segundo salmo de la primera vigilia de difuntos, para recorrer parte del templo y salir por la ventana de la sacristía, dejando a su paso una estela de muerte. 

No, no; no era fácil de entender… Segaba, sin más, la vida de doce mujeres y trece hombres. El 50% de los muertos tenía entre veinte y treinta años. Estaban en la primavera de su existencia. Algunos iban a contraer pronto matrimonio, otros eran el sostén de sus hijos, e incluso, una joven embarazada yacía, también, en el suelo, víctima del infortunio. La naturaleza se saltaba sus propias reglas. E irremediablemente, este cúmulo de fatales circunstancias sólo podía causar una enorme consternación, y una inmensa frustración por el sinsentido de lo acaecido.

Con una profunda manifestación de duelo, en presencia de los seis curas, que milagrosamente se habían salvado de la catástrofe, y, de 5000 fieles, se enterraban los cuerpos de los difuntos. Los ataúdes de las mujeres estaban forrados de azul; los demás, de negro. A algunos de ellos, por falta de espacio en el cementerio de Allariz, hubo que inhumarlos en los camposantos de las parroquias más cercanas… Y, consternados por el dolor, unos echaron mano de la “fe que mueve montañas”. De la misma fe a la que recurría Kruger, presidente del Transvaal, cuando en el Journal afirmaba que “…a los hombres a los que anima la fe… ni las más horrendas catástrofes les priva de la visión de la eterna justicia”. Mas, otros -los antirreligiosos-, por el contrario, no desaprovechaban la ocasión para “poner en vilo” a una iglesia que, todavía, tenía la convicción de que nada sucedía sin la voluntad divina. Lo cierto es que, aquel mortífero rayo, parecía conspirar contra ella. Pese a todo, al final, todos, por igual, no dejaron de acudir a la Providencia para argumentar según su particular conveniencia.

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