Opinión

Tragedia ferroviaria de Ourense a Vigo

Foto de Isidoro Cámara 1915. Accidente Ferroviario.
photo_camera Foto de Isidoro Cámara 1915. Accidente Ferroviario.

Al presente, es la excepción… otrora, casi la norma. Ocurría con el ferrocarril lo mismo que con otros inventos que, como él, se presumía que le hacían dar a la humanidad un paso más en el camino del progreso. Al principio, quizás resultase sospechoso. Pero, cuando aquel medio de locomoción, repentinamente, representó la mejor idea del viaje colectivo para las personas -mismo, para las mercancías-, entró triunfante en el sector del transporte. Claro que le perjudicaban tanto sus propias imperfecciones como las imprudencias de los profesionales, e incluso, la propia fatalidad. Por supuesto que el dolor que generaba una catástrofe ferroviaria no solo les daba alas a los misoneístas, recelosos de lo nuevo, sino que hasta creaba incertidumbre en la sociedad. Aun así, se consagró como un colosal adelanto.

El vertiginoso progreso no podía entenderse sin la posibilidad de que, a veces, asomasen días aciagos; ni ayer, ni hoy… Habían pasado treinta y cuatro años de explotación de la línea Ourense-Vigo; no obstante, lo que sucedía, de sopetón, el 10 de marzo de 1915, se convertía, una vez más, en un infausto recuerdo para el Ferrocarril. La tragedia se cebó con los viajeros. Pasadas las dos de la tarde, en el kilómetro 46 -entre Frieira y Filgueira-el convoy de pasajeros descarrilaba. Escandalizaba a la Unión Ferroviaria de Vigo. Este sindicato, en varias ocasiones, había advertido que, en el tramo, había puntos negros, en los que urgía acometer mejoras. Ciertamente, desde la explotación de la red, a menudo, se habían producido accidentes; con todo, no con semejante volumen de heridos y muertos. De cuando en vez, despuntaban contratiempos puntuales debido a imprudencias. Por ejemplo, una mala praxis, en la estación de Ribadavia, hacía saltar, en 1890, la fatalidad… Como era costumbre, el fogonero acompañaba al maquinista, en tareas de mantenimiento. Su función era tener a punto todo lo que se necesitaba para el buen funcionamiento de la locomotora. Trajinaba en un espacio reducido, controlaba que la caldera tuviese la presión adecuada y se ocupaba del tender -vagón en el que se almacenaba el agua y el combustible-. Actuando motu proprio, puso en marcha la máquina, tras la toma de agua, para acoplarla al tren sin sacar los frenos del tender. Como ofrecía resistencia, abrió más el regulador, con tal mala suerte que los frenos cedieron y chocó de frente contra el tren que convoyaba. El accidente provocó la muerte de un viajero, Rodríguez García, y un gran número de heridos, entre los que se encontraba Isaac Peral, el inventor del submarino.

Ahora bien, lo que sucedía en aquel fatídico día era una auténtica catástrofe; además, tras la advertencia de los propios representantes de los trabajadores. Estos le habían solicitado al inspector de la línea Monforte y Orense-Vigo, reforzar el personal en aquel tramo; en especial, el que se encargaba de controlar que la vía estuviese desocupada de obstáculos. Si bien había guardavías -conocidos también como guardanoches, porque recorrían constantemente el tramo-, la Unión Ferroviaria de Vigo, le instaba a la empresa, incrementar la plantilla para evitar una debacle. Y, lamentablemente, lo que muchos venían venir, se convirtió en una triste realidad. Un tren, compuesto por doce vagones, descarrilaba en el kilómetro 46, al chocar contra un cúmulo de piedras que, por desprendimiento, obstruían la vía.

Cuadro de 1884 de Aureliano de Beruete “Orillas del Avia”. Museo del”Prado.
Cuadro de 1884 de Aureliano de Beruete “Orillas del Avia”. Museo del”Prado.

La prensa, enseguida, recogía la noticia. La revista Mundo Gráfico, ilustraba una tragedia que dejaba 14 muertos y más de 40 heridos de diversa consideración. Incluso, de ser el siniestro unos metros más adelante, el convoy se hubiese precipitado desde 30 metros de altura. Hubiese sido una hecatombe. Los medios elogiaban el valor de personas, como Rafael Castillo, administrador ambulante, que, desde un primer momento, se había puesto al frente de los trabajos de salvamento o, la del dominico, padre Gerard. Uno y otro habían atendido tanto las necesidades físicas como las espirituales de los malheridos. Mismo felicitaban a la Cruz Roja de Ourense que presidía Gaite. Aún no había celebrado las bodas de plata de su existencia, y ya prestaba un servicio humanitario espléndido en un escenario tan tétrico... Recogían, asimismo, como en la desgracia se mostraba, de nuevo, la cara más amable de la fatalidad; la solidaridad. Compañías de teatro -Soto Rojas actuaba en el Salón de variedades de Ourense-, donaban lo recaudado en beneficio de la Zarzuela de Angolotti, que había perdido a su director y a varios miembros del grupo, en aquel trágico viaje, de camino a la Guardia.

Foto de Isidoro Cámara 1915. Félix Angolotti, director de la Compañía de Zarzuela.
Foto de Isidoro Cámara 1915. Félix Angolotti, director de la Compañía de Zarzuela.

Pasado el duelo, se buscó a los responsables de la catástrofe. El fiscal, como casi siempre, puso el foco en el maquinista y en el capataz de brigada. Argüía que, el primero, conducía a 46 kilómetros hora por un tramo en el que tendría que ir a 43, y, que debía haber divisado el obstáculo que se encontraba a 88 metros; y, el segundo, habría omitido avisar de las grietas, a sus superiores, a tenor de lo que dictaminaba el reglamento de la compañía. Aun así, en 1916, la Sala de la Audiencia de Pontevedra, declaraba procesados, al maquinista, al capataz de vía y obligaba a la compañía a depositar 180000 pesetas, para pagar las indemnizaciones y las costas derivadas del juicio. Luego, se hicieron mejoras… Eso sí, como siempre, ni nada ni nadie pudo aliviar el dolor que dejó la pérdida de aquellas personas.

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