Opinión

El banquito de la abuela

Escondido, en un ángulo oscuro, se encontraba el banquito de la abuela, silencioso, pintado de un verde esmeralda con una ligera tendencia a verde pino, lo que le daba la posibilidad de mimetizarse y pasar desapercibido en el campo que rodeaba la casa. Vivía temeroso ante un futuro incierto, en el que sería declarado inútil y arrojado a la pira, donde esperaban su incineración los troncos que alimentaban el fuego de las parrilladas de las que era tan aficionado el primogénito de los tres hermanos. El banquito llevaba muchos años inactivo y recordaba con congoja los tiempos felices que había pasado sirviendo a la matriarca de la familia en sus funciones de ama de casa; para la anciana, el banquito era imprescindible para tender y sacar la ropa de toda la familia. Los cordeles que sostenían la colada estaban muy altos para la estatura de la abuela y el banquito verde le añadía los 20 cm que necesitaba. Por los azares de los últimos cincuenta años el banquito había ido a parar a la casa del Viejo Milenario, que lo había amnistiado una vez superadas varios indultos. 

El filósofo alemán Arturo Schopenhauer recoge en su obra “Parerga y Paralipomena” lo que dijo Platón: “Ninguna cosa humana es digna de la tenacidad”. Pero ¿dónde está lo humano?, ¿alguien duda de que el banquito de la abuela es poseedor de la tenacidad de su ama que haciendo esfuerzos superiores a su fortaleza física tendía la ropa y la sometía al poder del sol? El banquito compartía espacio, en el mismo rincón oscuro y tenebroso, con la carretilla que el abuelo, ya mermado por la terrible enfermedad que le torturaba sin piedad, había construido para que su nieto mayor jugase en la aldea cargándola de arena, tierra, piñas o guijarros… El nieto mayor, hoy septuagenario, había olvidado el humilde juguete que había soportado las inclemencias del tiempo y cuan Rosebud (“Ciudadano Kane”), representaba la infancia feliz de un inocente niño en la posguerra que tanto daño había hecho a su familia.

Banquito y carretilla, totems sagrados, símbolos de una familia recordada por su adoración a los abuelos que habían trasmitido ética y humildad. Hoy dispersos en un mundo globalizado en el que germina la melancolía de los ilustrados y los afectos de los deseados. Renacidos del polvo y de la oscuridad, el banquito y la carretilla se convierten en emblemas de un tiempo gris donde la esperanza se escondía para no ser abatida por el esclavo servil del gran dictador. Los abuelos, sus hijos y algunos de sus nietos, han pagado el óbolo a Caronte, el barquero de Hades, y han traspasado el río Aqueronte. El Viejo Milenario guarda el secreto de la auténtica identidad del banquito de la abuela y la carretilla del abuelo: ¿son tal vez psicopompos que han sustituido a las chotacabras?

Te puede interesar