Opinión

La caza de brujas

Mucha gente, aunque la mayoría inconscientemente, de una manera u otra ha participado en una caza de brujas, sobre todo verbalmente. Se trata de demonizar aquellas conductas que nos asustan, nos irritan o sencillamente nos repugnan, olvidándonos de que probablemente estemos rechazando lo que secretamente detestamos de nosotros mismos. Todo ser humano tiene su lado oscuro, nadie conoce el “lado perverso” de su vecino, de su pareja, de sus compañeros de trabajo o de sus amigos íntimos. Piensa el “cazador de brujas” que sus secretos nunca serán descubiertos, sobre todo si adopta una condena tajante contra las personas que son objeto de persecución por haber sido sospechosas de “brujas”.

Históricamente la caza de brujas ha alcanzado proporciones espeluznantes. Recordemos los crímenes de la Santa Inquisición, las matanzas de albigenses, el genocidio del pueblo judío, las persecuciones de los homosexuales o el exterminio de los albinos en el continente africano…En la actualidad siguen persiguiéndose a aquellos que son “distintos”. Así, comprobamos los acosos a que son sometidos los más débiles e indefensos en el ámbito escolar, deportivo o social. 

Pero lo habitual, sobre todo en una sociedad como la nuestra, es usar la palabra como arma de caza contra las brujas. Cuando se quiere herir o destruir la honorabilidad de una persona, se difunde malévolamente un mensaje descalificador: “Fulanito maltrata a sus hijos”, “mengano engaña a su mujer”, “citano es un borracho”, “X es una pécora”, “Y es perversa”, “ Z despilfarra el capital de su familia”, “P es una drogadicta”… y mil diatribas más. Y de esta manera tiene lugar la incruenta caza de brujas; tal vez sea porque consideramos al prójimo despreciable porque son un recordatorio de los aspectos nuestros que nos cuesta admitir. 

Llega a tal grado la hipocresía que en la época de la esclavitud los capataces más crueles eran los que habían sido esclavos. En los cuarteles del ejército, los mandos más intransigentes solían ser los llamados “chusqueros”, que habían hecho su carrera desde soldados rasos. En los inquisidores más brutales, corría por sus venas sangre judía. Los peores jefes son aquellos que proceden del lumpen del proletariado. Los homófonos más agresivos son aquellos que se sienten incómodos con sus propias tendencias sexuales y les aterroriza el reconocerlo.

Coincido con Ken Wilber en su afirmación sobre la infelicidad y angustia del mono desnudo que procede de la fragmentación de nuestro ser: mente y cuerpo, razón e instinto, organismo y medio, vida y muerte. Al ser incapaces de unir lo que somos, intentamos destruirnos en “el otro”. Hacemos como Paulo de Tarso, perseguimos en los demás aquello que quema nuestras entrañas, somos verdugos porque huimos de nuestra oculta identidad y solo la aceptación de lo que somos nos liberará de esa angustia que esclaviza nuestros sentimientos. 

El odio hacia lo femenino ha convertido a la mujer en víctima propiciatoria para castigar su condición divina de creadora de vida, sabia, independiente y sanadora. Las diosas han sido una obsesión del hombre en su deseo de someter a la mujer y reducirla a su condición de esclava del macho (la opinión de Mary Daly -filosofa feminista norteamericana- es que se pretende matar a la diosa). Ha sido tal la persecución contra la mujer que en Inglaterra ( siglo XVI) se consideraba bruja toda mujer que sabía nadar, pues el agua la rechazaba por su condición diabólica.

No podemos olvidar que fue la Iglesia Católica con la bula “Summis desiderantes affectibus” del papa Inocencio VIII, y la publicación en 1486 de la obra “Malleus Malleficarum” (Martillo de brujas) escrito por los dominicos alemanes Heinrich Kramer y Jakob Sprenger, donde se oficializó la caza de brujas. Desde entonces la veda quedó abierta hasta hoy.

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