Opinión

Soliloquio compartido

Una cierta melancolía invade mi espíritu; ¿por qué?, me pregunto. Tardo en responderme, como si la pregunta me hubiera sorprendido e incluso molestado. ¿Es esto un absurdo soliloquio?, ¿por qué lo escribo? ¿Qué necesidad tengo de compartir mi soledad? El día está triste, gris, lluvioso y ventoso; son las cinco de la tarde, y mi melancolía crece y crece, regada por el tiempo otoñal que paraliza el entendimiento. Me dejo llevar, siento una sensación agradable como si fuese un observador imparcial de mí mismo. Esta sensación placentera me produce una cierta somnolencia, siento como si mi espíritu abandonase la materia y quisiera alcanzar una libertad eterna e irreal.

En este instante cualquier tema carece de importancia. El tiempo no existe, nuestra esencia es la nada energética que, como en un juego virtual, nos hace desaparecer cuando el dedo invisible aprieta la tecla de la muerte. Qué vana es la existencia cuando la empatía es una palabra sin significado. El dominio es lo que cuenta; la sumisión repugna; la libertad, una quimera; poder, poder y más poder. El engaño, la mentira emotiva, la deslealtad programada, la manipulación mediática, la traición…; todo ello, y más, envuelven una putrefacta realidad que produce náuseas, que llegan al vómito que ensucia las calles de una imaginaria Bouville. No me siento como Antoine Roquentin (protagonista de “La náusea” de Sastre), pero comparto, en mi melancolía, el pesimismo de su creador.

Sin embargo, de pronto, surge una luz que, lentamente, va aumentado su luminosidad hasta alcanzar una intensidad cegadora que limpia las sombras de un pesimismo atroz. Los afectos del prójimo más cercano, aquellos que te trasmiten su amor a cambio de nada. Tu familia, tus amigos, aquellos que sin identidad conocida participan de una solidaridad generosa y desinteresada, también los que oran por los demás y trasmiten una energía liberadora. De todos ellos surge ese halo que envuelve las razones de la existencia. La bondad generada por aquellos que son capaces de amar es la riqueza inagotable que nutre el alma de los que llegan a la felicidad.

Cuando mi joven amiga Marta, mostrando su limpia sonrisa, habló de la bondad, quedé admirado; sin pretender definirla dijo: “El bien anida en los corazones de aquellos que actúan con amor sin esperar nada a cambio, la bondad emana de ellos instintivamente…”. No hay una razón religiosa, no buscan el reconocimiento social, no aspiran a un cargo político, no esperan reciprocidad, rechazan la publicidad y asumen con naturalidad los resultados de su hacer.

Todos conocemos a personas buenas, cada uno de nosotros participa de los dones y virtudes de alguna de esas personas excepcionales que trasmiten el bien en todo su entorno. ¡No debemos dejarnos esclavizar por una melancolía cautivadora!, ¡no es justo dejarse abatir en una soledad engañosa! La vida es extraordinariamente hermosa. La aceptación de lo que somos es la llave que abre la puerta del disfrute. Para Roquetin lo esencial era la contingencia, ya que el existir es estar ahí, por eso quizás huye de Bouville y desaparece sin dejar rastro; ha desertado de la vida, ha temido “ser”. No huyamos, enfrentémonos a la adversidad y no dejemos que la melancolía domine nuestra conciencia. La bondad existe, a pesar de seres tan diabólicos como los monstruosos José Luís Abarca Velázquez y su esposa Ángeles Pineda, responsables de la matanza de 43 estudiantes mexicanos.

A pesar de todo, el mundo continúa su lento e inexorable recorrido por su órbita celeste. También él ha nacido, es refugio de vida y, como todo, también tendrá su fin.

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