Opinión

La otra acera

Encontré dos caminos, uno en cada uno de los dos dedos que uso a diario para hacer las cosas importantes de la vida: sacar los mocos, pasar canciones, tomar decisiones.

En mi calle hay dos caminos, en realidad no son caminos, son aceras.

Lo irracional del ser humano se basa en tomar decisiones por inercia, sin sentido y a menudo a sabiendas del error. Cómo explicar sino los jerseys de manga corta con cuello alto.

Siempre uso la misma acera de mi calle, sucede en todas las calles, que los pies van por el lado que quieren ir.

La acera del otro lado del portal de casa, la que siempre escojo, apenas tiene baldosas falsas estropeadoras de días lluviosos, el semáforo para peatones dura el tiempo necesario y un enorme cartel con letras blancas sobre negro advierte de un urólogo en el primer piso por si algo se complica demasiado.

Casi todos los balcones conviven con las cortinas abiertas.

La privacidad se ha convertido en una extraña conducta arcaica, como si bajar la persiana fuese un acto delator de criminal doméstico. He visto a un practicante medio desnudo idiotizado con El Hormiguero y la regañeta de una anciana abandonando el chándal en medio de una postura ininteligible de yoga.

En la acera del otro lado de mi casa compro todos los libros que nunca leo.

Hay un bar nuevo, de esos muy blancos de catálogo de Zara Home y una peluquería que cerró hace más de una década y nadie se atrevió a reconvertir en algún negocio de fracaso precoz: un locutorio, una tienda de cigarrillos electrónicos. Un videoclub.

El hotel lo abrieron hace poco, si tenemos en cuenta lo relativo del tiempo y 12 años no son nada. A su lado, un cartel que anuncia Gastón y Daniela desde 1876 luce blanquecino sobre una persiana cerrada y oxidada donde el correo y la publicidad han creado su propio espacio. Un loro dibujado al lado de la fecha juega al despiste para que nadie adivine que decoración interior tuvo en otro tiempo.

Las chicas del Bazar fuman cada día a las 12:00, a la misma hora en que el carnicero de más adelante, pero justo antes que el joven becario del taller de coches. Ellas se cuentan cosas. Ellos guardan silencio y miran la acera de enfrente, donde casi nunca pasa nada.

A la tienda de llaves hace tiempo que no entro, será que ya se me agotaron las cosas que perder.

Ya al final, si tomamos como referencia la dirección de los coches para determinar el sentido, un semáforo interminable destroza la paciencia de las conducciones coléricas.

Mi calle, como todas las calles, tiene dos caminos, el que uso y el que no, pero siempre puedo cambiar de acera si alguna vez cambio de opinión.

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