Opinión

Cartas Galicia-Madrid: "Los días de gloria" y "Esta semana fui al cine"

Querido compadre Quero: 

¡Feliz Pascua de Resurrección! Te imagino ya rodeado de roscones de Pascua y huevos de chocolate, con y sin pollito amarillo dentro. Cada año por estas fechas pienso que lo mejor de vivir en una cultura de herencia cristiana es que, por muy feo que se ponga todo, siempre nos queda la esperanza. Más feo que lo vieron los apóstoles en las horas previas a la resurrección no creo que lo haya tenido nunca nadie, y sin embargo, ya ves, todo acabó bien.

A propósito de las monas de Pascua. Un colectivo feminista de Sant Cugat del Vallés denunció en las redes que había encontrado una mona racista en una pastelería. Esta gente no descansa. La “mona racista” resultó ser una figura de chocolate con la que cada año este establecimiento anuncia sus tradicionales dulces de estas fechas. En la presente edición la figura representaba a una mujer ataviada con gorro pastelero y un delantal de la pastelería en cuestión, que portaba en una mano un oso de peluche, y en la otra, una mona de Pascua. El colectivo feminista denunció la gravísima ofensa que supone el hecho de que la mujer fuera… negra. Para ser exactos, obviaron un pequeño detalle: que era de chocolate, color chocolate, obviamente. La pastelería ha tenido que pedir disculpas y retirarla. Recordando tu célebre espectáculo de teatro de hace unos años, compadre, no cabe un tonto más.

Por lo demás, comienza nuestra época preferida. Ya sabes, la época de las terrazas al sol. Alguien decía en Twitter el otro día que España es el Cristo de la Buena Muerte un Jueves Santo y es verdad, pero añado: y unas cervecitas al sol en abril. Que no son solo las cañas, que este país invita a la camaradería, que a veces incluso llego a comprender que haya tantos parados aquí. Sal a la calle, cruza paseando las grandes plazas de España a la hora del aperitivo y dime: ¿Quién querría tener un trabajo aquí?

El paro. Ha habido un encontronazo tuitero de lo más vibrante entre el popular Juan Bravo y el ministro Escrivá. El primero aclaró algunas cosas sobre las maquilladas cifras del Ministerio de Yolanda a secas (Días soy yo); a saber, que la reducción del paro se debe a Semana Santa, que hay 24.000 parados más que en diciembre, o que España es líder en desempleo en Europa, entre otras. 

Escrivá debería conocer sus limitaciones y mantenerse alejado de situaciones en las que pueda volver a quedar a ridículo. Pero no lo hace. Decidió responder a Bravo también en Twitter con esa superioridad que exhibe, tan infundada, y que hace que la caída sea una y otra vez más ruidosa. Su larga diatriba alcanzaba el summum al desmentir que la bajada del paro tenga que ver con la Semana Santa, y la atribuía en cambio “a la solidez de la economía española”. Las risas se han escuchado hasta en Varadero. Y el despelote máximo llegó con su insuperable, su colosal trola: “los 132.000 autónomos que dejaron de serlo, ahora son asalariados. Eran falsos autónomos”.

Juan Bravo recogió el guante y rompió a escribir. Decenas de mensajes que, por su extensión, no puedo reproducir, en donde explica punto por punto y con datos oficiales la extraordinaria labor de maquillaje del Gobierno de Sánchez con el paro. Es curioso que haya quien prefiere que le mientan sobre algo tan crucial como el desempleo si eso beneficia de algún modo a su partido. No beneficia a nadie. El maquillaje de las cifras del paro que hace Yolanda desde que tomó posesión (y aún pretende ser alternativa, no sé si en el ruedo), al igual que la manipulación sonrojante de Tezanos en el CIS, pueden engañar a mucha gente, pero no cambian la realidad. Los parados no pasan a tener un trabajo solo porque el Gobierno lo diga.

En fin, compadre, tanto hablar de trabajo me ha dejado extenuado. Toca celebrar y santas pascuas.

Querido compadre Itxu:

Sólo a ti se te ocurre hablar de trabajo en plenas vacaciones. Parece que hayas decidido cargarte uno de los dos grandes legados que el cristianismo ha dejado a nuestra civilización: las vacaciones de Semana Santa (el otro son las vacaciones de Navidad).

Madrid tiene dos momentos buenos al año, Semana Santa y agosto, que es cuando se va todo el mundo. Aprovecho estos días para disfrutar la ciudad semi vacía y, fiel a esa costumbre, he ido al cine. Hacía tiempo que no lo hacía. Quedé impresionado al acceder a un vestíbulo enorme, silencioso y desierto, donde se numeraban 23 salas. Pensé que me había equivocado y había entrado en un tanatorio. Tal desolación ya es habitual en este tipo de establecimientos, aunque no sea Semana Santa. Me dicen que la pandemia y las plataformas que ofrecen series y películas a la carta, sin salir de casa, se han cargado los cines. Una pena.

El ambiente era más triste que el escaparate de una ortopedia. Intentando sobreponerme al fúnebre entorno, pedí tres boles de palomitas y tres refrescos en el único mostrador abierto de los cuatro que funcionaban antaño. 35 euros. Las tres entradas habían costado 27. Ignoraba que fuese más caro hacer palomitas que hacer una película. Incluso consideré la posibilidad de que las palomitas fuesen de Jabugo, pero no, eran jodidos granos de maíz reventados, de los de toda la vida. Aunque la mayor sorpresa vino con el refresco de cola. Ya no te lo dan en el mostrador. Te entregan un vaso de plástico para que tú mismo te sirvas en unos surtidores instalados al efecto. Accionas una palanquita y te cae hielo. Pulsas un botón y un grifo te suelta un chorro. Y yo, que soy muy de fijarme en el chorro, no podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Agua. Agua carbonatada que se mezclaba con el contenido de otro dispositivo coloreando el producto final. Pensando que el surtidor de marras estaba averiado cambié al de al lado. Y luego al de al lado. Y después al de al lado hasta que ya no quedaban más surtidores. En todos ocurría lo mismo. El grifo mezclaba agua con una sustancia de origen desconocido y, supongo, cargada de colorante y saborizante. Me agaché ante la máquina para observar el proceso de cerca y enseguida acudió un empleado a preguntarme si estaba bien. “Yo sí, la máquina no. Sale agua y un mejunje que al mezclarse cae al vaso dando la sensación de que te estás tomando un refresco elaborado en Atlanta”, le dije. “La máquina funciona perfectamente”, me respondió el empleado con tono de censura. “¡Pero esto no es lo mismo que contienen las botellas que venden en los supermercados, de hecho no sabe igual y es como cuatro veces más caro!” -repliqué- “¡he comprado vinos con doce meses de crianza en barrica de roble americano mucho más baratos que este potingue!”. El empleado encogió los hombros y continuó con su quehacer, básicamente sentarse en un taburete a ver pasar el tiempo a falta de gente a la que ver pasar. Al alejarse, lacónico, me dijo: “puede usted rellenar el vaso las veces que quiera”. Sin saber qué responder me quedé mirando alrededor hasta que un cartel ante mí se mostró revelador. Situado sobre un buzón de sugerencias, en él se podía leer: “Estimado cliente”. Se podía leer, porque lo que yo leí fue: “Es timado, cliente”. Y entré a ver la película en una sala de 500 butacas donde no éramos más de nueve personas, contando al que maneja el proyector. Como uno más del rebaño, ingerí palomitas y agua coloreada, inmerso en un pensamiento: los que hacen películas y los que venden palomitas y refrescos de cola en los cines se dedican a lo mismo, ambos viven de la ficción. Y los segundos se lo montan de película.

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