Opinión

Cartas Galicia-Madrid: "Más perdido que un ciego en un tiroteo" y "La estrategia de los militares bajitos"


Querido compadre Itxu:

Estoy pensando seriamente pedir que me desconecten. Ojo, no me refiero al testamento vital, sino a la desconexión digital, que cada vez encuentro más liberadora. Las redes sociales han sustituido a la realidad. Atrapados en las redes, nuestra absurda pulsión por opinar de todo a todas horas provocan en Twiter la indistinción entre tuíteres y títeres. La muerte de cualquier personaje conocido lo conduce a un despiadado juicio final en la Tierra trufado de insultos y reproches. Los usuarios de la red del pajarito ya han superado a los buitres en su rapidez y eficacia a la hora de despedazar un cadáver. Y eso, por no hablar de la felicidad con filtros de Instagram. La inteligencia artificial avanza y la inteligencia natural retrocede. Y ya ni somos capaces de ir a por el pan sin las indicaciones del GPS.

Lo último que me ha ocurrido. Sabes de mi afición a caminar por el campo junto a mi perra. En uno de esos paseos, esta semana, en medio de la nada, rodeado de encinas y jaras, con el canto de los pájaros de fondo, me encontré un chino parado una zona boscosa consultando la pantalla de su móvil. Ya me extrañó encontrar a un chino parado. Presto a ayudarle, y a pesar de mis limitados conocimientos de chino mandarín, le pregunté que si estaba perdido. La pregunta podría parecer innecesaria, pero yo pensaba que un oriental jamás puede estar desorientado. Sonriente y chapurreando castellano básico, me indicó que no, que se dirigía a Tres Cantos. Teniendo en cuenta que el episodio tuvo lugar en un punto indeterminado entre Las Rozas y el Monte de El Pardo, calculé la distancia a su destino en unos 25 kilómetros. Puede que 25 kilómetros en Pekín equivalgan a una manzana en Madrid. Pero a la cuestión de la distancia se unía otra dificultad, la valla que circunvala el citado monte, imposible de franquear. Convirtiendo las erres en eles, como si así me fuese a entender mejor, le previne sobre lo absurdo de su trayecto a “Tles Cantos” y de lo útil que le resultaría retroceder y coger un “tlen”. Fracasé. Entre inclinaciones de cabeza y sonrisas, aquel hombre continuó su viaje a ninguna parte, asesorado por la última tecnología con que funciona el navegador de Google Maps.

Sí, soy un zoquete tecnológico. Lo asumo. Y gracias a ello nunca pasaré la noche bajo una chaparra en un vano intento por llegar a Tres Cantos caminando. Me siento cada vez más ajeno a esta sociedad que se tambalea entre códigos QR, claves Pin y aplicaciones sin aplicación práctica para mí. Cada vez estaré más solo. Lo sé. Pero, de algún modo, autoexcluirme de ciertas modas me reconforta. Te comento lo que previsiblemente ocurrirá en Madrid este verano. Se trata de una iniciativa nacida en EEUU y consistente en asistir a un evento llamado The Füde Dinner Experience. Básicamente, pagar 80 euros por comer desnudo un menú vegano con desconocidos. El acontecimiento ha sido un éxito al otro lado del Atlántico. De ahí que importen el modelo a Europa y más en concreto a España, donde sentimos debilidad por estas cosas. Dicen los organizadores que se trata de “una experiencia holística y transformadora para el cuerpo, la mente y el alma”. De hecho, antes de servir la cena, los comensales, en pelotas, intentan “conectar con su yo más profundo a través de una danza que despierte sus sentidos”. No sé si entre ellos se contará el sentido del ridículo y el sentido común. Lo dudo. Ahora el que se ha perdido soy yo. Más perdido que un ciego en un tiroteo. He de investigar si esto tiene algo que ver con aquella comedia francesa titulada “La cena de los idiotas”. Creo que no. ¡Qué tiempos aquellos en los que sólo había un tonto en cada pueblo!


Querido compadre Quero:

Me encantaría decirte que estás mayor, fuera de onda, y todas esas cosas. Pero no puedo. Tienes toda la razón y nada me molesta más que dártela. En las últimas semanas ha vuelto a quedar de manifiesto algo que hasta hace unas décadas solo estaba reservado para los clientes de los bares, o sea para todos los españoles, y es esa necesidad de opinar de todo, sea cual sea la cercanía del objeto sobre el que opinamos, y sepamos o no algo sobre el tema. Como columnista, sé que el defecto es virtud, pero también por eso reconozco que me cuesta entender a la gente que lo hace por puro deporte, a través de las redes sociales, por ejemplo. 

Cuando hace unos días murió Dragó, la España opinadora batió récords: no quedó una sola cuenta de Twitter sin expresar su opinión a favor o en contra del muerto. No sé, compadre, igual soy raro, pero tengo para mí que al muerto le importa tres cojones lo que opinen los vivos sobre si logró caerle bien a mucha o a poca gente. Tal fue la fiebre, que gente que me ha dicho a mí –en vida de Dragó- que no lo podía ver delante, ahora, por miedo a ser acusado de hater, ha salido a halagarlo con toda pompa, y yo me imagino al pobre finado, desde el otro lado del tiempo, sonriendo y negando con la cabeza. Qué bochornito. 

Las nuevas tecnologías nos están trayendo cosas buenas, pero también están amplificando nuestros peores defectos. El chismorreo de barra de bar arrastrado a las redes sociales puede ser divertido a ratos, pero el odio cainita español triscando libremente, y ayuno de prejuicios y prudencias, por Twitter y Facebook resulta un espectáculo aterrador, que habría congelado la sangre a los impulsores de la Constitución del 78 porque, de haber sabido que sería posible amenazar de muerte a cualquier ciudadano español y desde el anonimato solo por discrepancias políticas, no habrían perdido el tiempo en promover la reconciliación nacional. 

Loco me has dejado con el despelote vegano. Hace ya tiempo que sabemos que toda estupidez encuentra en España su acomodo. Venga de donde venga, como dicen los idiotas que, para condenar un crimen, condenan también al agredido. De todos modos, respiro aliviado sabiendo que no te gusta la idea de comer en porretas y conectarse con uno mismo, porque tenemos una comida pendiente, y como te encanta probarlo todo, tenía mis temores de que quisieras llevarme al huerto. También te digo que lo de mordisquear raíces en pelotas no es un invento posmoderno, que los iluminados de hoy se creen siempre que están inaugurando una nueva era, que eso ya lo hacían tus antepasados y los míos en la prehistoria, y no se daban tanta importancia, ni enviaban notas de prensa pretenciosas para presumir de comer con el culo al aire.

En otro orden de cosas, Defensa ha eliminado los límites de estatura para acceder a las Fuerzas Armadas. Esta es la idea que ha promocionado el Gobierno. Traducido al español: ¡por fin habrá enanos en el ejército! La medida no me parece mal, porque si el enemigo es muy alto, siempre puedes tener a un tipo bajito, con un mostacho enorme y muy mala leche, que pase por debajo de las piernas del enemigo, y arme una carnicería desde el interior. Lo gracioso es que la ministra justifica la medida en que no admitir a bajitos en el Ejército podría ser “anticonstitucional”. O sea, este Gobierno que se ha saltado la Constitución al derecho, al revés, a pies juntos, y haciendo el pino, ahora ha redescubierto la sensibilidad constitucional en el tan relevante asunto de los 160 centímetros de los militares. Son geniales.

En fin, pelillos a la mar: ¡enhorabuena, sargento Almeida!

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