Opinión

Cartas Galicia - Madrid: "Insultos" y "El arte de ofender"

Querido compadre Itxu:

Idiota. Tonto del culo. Memo. Anormal. Cabrón, hijo de la gran… Hasta aquí, todo bien. Correcto. Ninguno de los insultos anteriores posee tintes racistas. Por tanto, puedes emplear cualquiera de ellos de manera individual o combinándolos como te plazca, sin problema. ¡Pero ay de ti, insensato (este también puedes), si se te ocurriese vociferar un improperio alusivo a una procedencia étnica diferente a la caucásica! No obstante, procura usarlos sólo en estadios de fútbol y en estado de euforia colectiva, claro. Hacerlo en Madrid, en un vagón de Metro a las 8 de la mañana, puede conllevar efectos secundarios no deseados.

El fútbol es esa gran válvula de escape a la que los aficionados recurren reivindicando su pertenencia incondicional a un equipo, liberando sus monstruos interiores y exhibiendo una pasión desconocida en el resto de facetas de la vida, incluido el sexo. También hay aficionados que acuden a los estadios sencillamente a ver un partido, pero son los menos y no pueden ser considerados auténticos forofos. En esto da igual cuál sea tu escudo. El rival no es tal, es el enemigo. Hay que vencerlo, derrotarlo, machacarlo… Hasta la prosa periodística que acompaña estos encuentros tan deportivos glosa vocablos bélicos como enfrentamiento, duelo, trallazo, ataque, defensa, lucha, pelea…

No son muchas las profesiones desempeñadas entre insultos. No estaría bien visto que el público de una obra, normalmente jubilados con las manos a la espalda, prorrumpiera en gritos contra los albañiles en plan “¡menuda mierda de tabique, se os va a caer el edificio, desgraciados!” y terminaran por saltar las vallas invadiendo el terreno y volcando hormigoneras. Lo mismo sirve para el cirujano que en plena intervención fuese acosado con descalificativos del estilo “¡te han regalado el título, criminaaaaal, así, así, así operan aquí!”. Y parecido para el notario, el taxista, el ingeniero… “¡Muérete gilipollas!” dicho a un jardinero mientras está podando alhelíes sería motivo suficiente para ingresar en un psiquiátrico. Sin embargo, en algunos oficios sí le está admitido a quien te observe dudar de tu capacidad profesional, intelectual o de la reputación de tu madre y manifestarlo con palabras soeces y gestos obscenos. Entre estos últimos trabajadores expuestos a la ira pública con normalidad: policías, periodistas, políticos y futbolistas (incluyo entrenadores y árbitros).

Una de las categorías de insultos más compleja es la relacionada con la fauna. Llamar a un jugador burro o cerdo no reviste mayor gravedad. Mono, sin embargo, sobrepasa los límites. Detrás de ese insulto hay un racista. La línea que separa al insultador social del insultador delictivo es la terminología racista. El odio por motivos raciales es intolerable. El odio sin más es libertad de expresión. Al menos eso se deduce de lo visto cada semana en todos los campos de fútbol, no sólo de España, sino del mundo. En Brasil también.

Vinicius se ha plantado. Y ha hecho bien. A mí también me gustaría que Vini tuviese la humildad de Modric y la educación de Kross, pero suspender la asignatura de educación y buenas costumbres no justifica que nadie le desee la muerte o le llame “negro de mierda”. Otros soportan parecida violencia verbal con mayor estoicismo porque no son uno de los cinco mejores jugadores del mundo y la repercusión no es igual. Ojalá el plante de Vinicius sirva para erradicar el racismo, sí, y también el odio traducido en insulto por el que milita, piensa o reza de manera diferente a la nuestra. Llámame ingenuo. O mejor, llámame gilipollas. Total, sólo es un insulto más.

Querido compadre Quero:

Nada más comenzar a leer tu carta me he puesto a cargar la escopeta con la intención de volarte las piernas. La próxima vez que inicies una misiva con insultos, aclara que no son para el destinatario, más aún si es de sangre caliente, como es el caso. No sé si lo has notado, pero desde que terminó la pandemia, tenemos la mecha más corta. Veo más bofetadas en discusiones de tráfico que nunca, más gente dispuesta a liarse a sopapos porque alguien se ha colado en la charcutería, e incluso más hostilidad hacia la autoridad, sea policial o escolar. Nos dijeron que saldríamos más fuertes y muchos se lo han tomado al pie de la letra.

Estoy bastante a favor del insulto, siempre que se insulte con educación. Y, a ser posible, con erudición. España es una nación riquísima en insultos sofisticados, aunque –ten cuidado- muchos de ellos funcionan de forma desigual en las diferentes regiones. En Badajoz el sándalo es el pelmazo, en Cantabria cascandrín es el que tiene mala leche y se mete en todos los jaleos, el aragonés barafundiero alude a los que gustan de meter cizaña, mientras que los castellanos antiguos llamaban engaitador a tipos como Sánchez. Majagranzas se le dice al tipo molesto, al que está siempre en medio; quitahipos es el que es tan feo que da un susto de muerte; zurriburri al despreciable y ordinario; el pichaza es un tonto común, mientras que el tontolinato es el que ya nació lelo; el guillote es vago además de bobo; despepitado se le dice al que no tiene nada en la cabeza; goliardo es el vicioso de vida dispersa; malsín, el chivato; mochilón es el calzonazos; perdulario es el bala perdida; y sangregorda, el que te saca de quicio con su lentitud. 

Me conmueve ser español en este día electoral, al considerar que tenemos un idioma tan nutrido que dispone de un insulto para cada político de la historia, tan preciso en ocasiones que se vuelve difícil distinguir si se trata de ofensa o definición. Para ser elegante, el insulto ha de decirse a la cara, sin desasosiego, y desposeído de odio –tan ordinario-; si puede ser por escrito, la afrenta es insuperable, y la elegancia, máxima. 

Nunca he sido vociferante, jamás he coreado nada en grupo, ni siquiera un buen insulto, y tal vez esa sea parte de mi aversión al fútbol en los estadios, por más que soy más futbolero y madridista que Bernabéu, Rüdiger y Roncero juntos. Acudo poco y mal y me avergüenzo del ser humano cuando lo hago. Se me hace difícil comprender la polémica de estos días, más allá de que –como ya he explicado en la revista del Madrid La Galerna-, más que racismo, lo que estamos viviendo es el antimadridismo clásico que ya sufrieron otros como Míchel, o por supuesto Cristiano Ronaldo. 

Derivar la trifulca al racismo y sumarse esta sucesión de sobreactuaciones es muy de nuestro mundo posmoderno, pero es lo que desean los culpables de la situación, porque pone el foco en algo comúnmente aceptado –el racismo está mal- y lo desvía de los árbitros, los primeros en faltarle al respeto al jugador, los que propiciaron que ocurriera lo que ha venido pasando esta temporada. 

Sabemos que nos hemos vuelto gilipollas cuando, después de la polvareda, vemos normal que la policía ejecute en unas horas la detención de tipos fichados hace meses por ahorcar un muñeco de Vinicius, que el besugo de Lula apague el Cristo de Corcobado, o que las retransmisiones de la Liga cambien la banderita de Ucrania por un “juntos contra el racismo”. Lo importante en este siglo es estar siempre muy concernido y muy indignado con alguna causa. Que la causa exista o no, hacer algo para solucionarla, o qué causa debe priorizarse, eso ya se la trae al pairo a todo el mundo. 

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