Opinión

15 MINUTOS ENTERRANDO MI TRABAJO

No me lean hoy. Ahora que mi contrato editorial ha muerto felizmente, estoy terminando mi próximo libro, y cada letra resulta tan pesada como una conferencia de Soraya. De cualquiera de las dos. Seis señoras argentinas en la mesa de al lado. Hablan de cosas tan actuales y atractivas como el psicoanálisis. Una de ellas estira las subordinadas de tal manera que consigue que me palpiten involuntariamente ambos párpados. Cuando parece que va a desvanecerse la frase, coge fuerzas y se rehace, esquivando todo signo de puntuación posible. Como si por emplearlos fueran a cobrarle un suplemento con el té. Las otras ni pestañean, pero hablan al mismo tiempo. Creo que el único idiota que está atendiendo a todas las conversaciones soy yo.


Escucho ocho pláticas simultáneas, así que no descarto que alguna de las seis argentinas esté evacuando dos conferencias al mismo tiempo. Al fin lo de lanzarles un cacahuete no ha servido de nada. Han intentado embeberme en su conversación y como no lo han conseguido, se han puesto a hablar con el cacahuete. En tales circunstancias, mi prosa hoy puede resultar tan atractiva como Mariano Rajoy en portada de Interviú. Embotado, pero con razones. Tengo en mente el final del libro, tres columnas cojas, un casting de editores, y el habitual e interminable cóctel de letras, teletipos digitales, y exclamaciones del periodista. Así que es posible que haya más ruido dentro de mi cabeza que en la mesa contigua. Pero lo que es seguro es que lo exteriorizo peor.


No es la primera vez que añoro teclear en aquellas viejas y pesadas máquinas de escribir, para poder arrojárselas a alguien a la cabeza. Con los portátiles y las mini tabletas de ahora no hay manera de defenderse de los pelmazos. Hace un par de días me asomé a la ventana y lancé mi teléfono ultraligero al violinista que nos tortura cada tarde en Santa Ana, pero se lo llevó el viento mucho antes de dar en el blanco, y lo encontré horas después enredado en las barbas de un 'hipster' que sesteaba en la plaza. Que ya hay más barbas negras y frondosas en el centro de Madrid que en una fiesta salafista en El Cairo.


Trazo muchos artículos en bares. Me atrae la idea de contar las cosas desde la calle. De vez en cuando alguien descubre que lo hago en su café y tengo que huir. Me gusta escribir perdido entre la gente, precisamente en la medida en que yo, mis papeles, y lo que me rodea, permanece invisible a los ojos de los demás. Cuando alguien detecta que estás tecleando una columna junto a su mesa, el mundo puede volverse un lugar odioso. He visto a gente haciendo escorzos y estirando el cuello como jirafas para poder captar un par de líneas de un interesantísimo boceto sobre el significado del movimiento de las antenas de un insecto en temporada nupcial -sí, a veces escribo cosas así-. Incluso en la más profunda de la crisis, lo periodístico y lo literario generan un extraño interés en muchas personas. Pero los que nos dedicamos a esto olvidamos con demasiada frecuencia que también las mofetas despiertan un gran atractivo entre los visitantes del zoo.


Abunda en la redacción el tipo que ahora querría ser autor de novelas, que de niño soñaba con ser policía. No es casual. La mayor parte de los chicos que conocí en la escuela que querían ser escritores ahora trabajan en Accenture, visten todos igual,


y emplean palabras como 'restocking', 'coach', y 'deadline' para intentar impresionar a las chicas en las discotecas de moda. Supongo que nadie realmente interesante ha pretendido jamás ser escritor. Es una pretensión bastante estúpida. A la escritura, como al periodismo, se llega por equivocación. Y luego se reincide en el error porque no queda más remedio.


Hay una fase en la vida del escritor que es altamente frustrante, y es la que va desde el materno infantil hasta la tumba. Dura unos ochenta años. Algunos lo aceleran para parecer más valientes. Y otro lo dilatan tanto que en las redacciones se coleccionan sus obituarios, esperando que ocurra de una vez el hecho biológico. No. No es la escritura plato agradable para la gente con sentido común sino una necesidad, una huida, una forma de arruinarse la vida como otra cualquiera.


Me asombra la obsesión por profesionalizarlo todo, esa que concibe al periodista como un tipo equilibrado, formado, y capaz de integrarse en la maquinaria burocrática de una oficina. A un periodista normal le pica el trasero cuando se pasa más de media hora sentado frente a una pantalla. Y le pica todo el cuerpo si además está rodeado de otros veinte robots que hacen exactamente lo mismo.


El periodista, o es un lobo solitario o no es. Resulta muy romántica esta moderna idea gremial, casi sindical, del periodismo, en el que los periodistas y escritores se convierten en trabajadores de una fábrica de letras. Pero al margen de guerras civiles, lo único que ha logrado alguna vez en la historia reunir a un grupo de periodistas en torno a un destino común es una cajetilla de tabaco sin dueño abandonada sobre la fotocopiadora. La ausencia de egos, el compañerismo, y el vegetarianismo de redacción es tan verosímil como que salgas a la calle y te caiga un puercoespín en la cabeza; algo que por cierto acaba de ocurrirle a una chica en Brasil, según leo en la prensa digital, siempre atenta a los asuntos que realmente nos inquietan.


De acuerdo. Muchas de las investigaciones periodísticas más importantes se han realizado en tándem, e incluso existe algún caso en el que ninguno agredió mortalmente al otro en el transcurso de la misma. Luego admito que hay ciertos trabajos en equipo, pero son más frecuentes en los bares de copas que en la redacción. Que si algo une de verdad a los literatos de todo el mundo, aparte de una buena esquela, es la necesidad de acodarse en torno a una botella de whisky y contar que estabas intentando escribir tu maldita columna semanal y seis cotorras argentinas te lo impidieron.

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