Opinión

El amigovio

Desconcierto y caras de pánico. Miradas inquisidoras, cabezas agachadas, hombros alzados al cielo. Teléfonos humeantes. Guasap con uno, dos y hasta tres verdes. La Real Academia de la Lengua ha presentado el nuevo Diccionario de la Lengua Española y ha sembrado el caos, no en las facultades de Filología, sino en las relaciones más o menos inestables. Las chicas ya no saben a qué atenerse. Los chicos se atienen a lo de siempre, a no atenerse a nada. El terremoto viene del beneplácito lingüístico, y casi diríamos moral, al palabro amigovio. Según los académicos, el término alude a la “persona que mantiene con otra una relación de menor compromiso formal que un noviazgo”. El problema de la definición es su vaguedad, ya que el fontanero, los peces de colores de tu pecera, o incluso Carlos Herrera si te despierta cada mañana, a priori mantienen contigo una relación de “menor compromiso formal que un noviazgo”. Por eso se hace necesario acotar las atribuciones, obligaciones, y derechos del amigovio, antes de que se produzca la revolución sentimental, y el otoño del amor se imponga a golpe de diccionario, invadiéndolo todo de ligones más o menos desorejados.

El amigovio es un tipo al que no hay por qué abrir la puerta de casa, ni siquiera en Nochebuena, pero al que se puede llamar para ir al cine cualquier domingo de invierno. El amigovio no es excluyente. Puedes tener todos los que quieras. No obstante, a partir de veinte amigovios simultáneos, si eres chica, te conviertes en putón verbenero, y si son amigovias y tú eres hombre, eres hombre muerto.

Del amigovio no se espera gran cosa, salvo que no moleste, y que se arranque los ojos antes de mirar a otra chica. En ese aspecto nada lo diferencia del novio de toda la vida. Al amigovio no hay que dejarlo, porque tampoco es necesario empezar a salir con él. Simplemente está ahí, al igual que la cómoda, las rosas del jardín, o el cubo de la basura. Puedes llamarlo cuando no se te ocurra nada mejor que hacer, y no es necesario que mantengas el teléfono en la oreja mientras habla. Puedes meter el móvil en el bolso sin colgar la llamada, e irte de compras, que es lo que realmente te apetece. Así tendrás la sensación de haber estado mucho rato hablando con alguien importante para ti.

La amigovia es una amiga a la que le parece muy gracioso que la llames así porque todavía no se ha comprado el nuevo diccionario. A ella te une todo lo que tiene que ver con prestarle prendas de abrigo cuando hace frío, con la gestión y administración de los selfies de tu móvil y los apuntes de clase, y con buscarte problemas en verano en las fotos etiquetadas de Facebook.

A la amigovia la puedes querer con todo tu corazón, con la seguridad de que nunca te dejará solo; con la excepción de los días en que tenga algo realmente interesante que hacer, como ir a esa fiesta sólo para chicas, la visita de sus viejos amigos londinenses, la partida de Candy Crush pendiente, la ocasión de rascarse durante un buen rato la planta del pie, o la contemplación del techo de su propia habitación durante quince o veinte horas, actividad increíblemente más enriquecedora que salir de paseo con su amigovio.

Los amigovios no se citan, se ven donde siempre. A los amigovios no les late el corazón muy fuerte cuando se encuentran, al menos, no más de lo que les late cuando se cruzan con un puesto de hamburguesas. Y un par de amigovios jamás se detendrán a grabar sus nombres en un árbol, salvo que el árbol les esté apuntando a la cabeza con una ametralladora, y amenace con matarlos si no lo hacen.

En su escueta frase, la RAE no logra aclarar todo lo deseable las fronteras del amigoviazgo –término aún no admitido-. Dicen los expertos que el novio es un amigo con derecho a roce. Esto quiere decir que pueden viajar juntos en autobús urbano. En el matrimonio, el derecho a roce es obligatorio, y esta es la razón por la que tantísimos matrimonios viajan en autobús urbano. Los derechos de los amigovios se miden en función de los litros de cerveza en sangre. Y por lo demás, cuando se produce un matrimonio entre dos amigovios, crece un gladiolo en algún lugar del mundo.

Conviene a su vez distinguir al amigovio, del rollo, del rollito, o del lío. Tienes un lío cuando le dices a tu amigovia que quieres irte de juerga este sábado con tus amigos, ella te dice “haz lo que quieras”, y tú vas y lo haces. Tienes un lío también si no lo haces. Tienes un rollo, en cambio, si te enamoras de alguien que sepa demasiado de cualquier cosa coñazo, por ejemplo, de La Guerra de las Galaxias, o de la influencia del clasicismo griego en la pintura zimbabuense contemporánea. Y finalmente tienes un rollito, si tu amigovio no levanta dos palmos del suelo, no tienen edad para entrar las discotecas, y se asusta con los cohetes.

Entre las obligaciones del novio se encuentra la de llegar puntual a la iglesia el día de la boda. Entre las de la novia, aguantar al novio. Ambas obligaciones se esfuman en el caso del amigovio, cuyo mayor acercamiento al altar se produce a menudo durante su propio funeral, y no en todos los casos. Recordemos que el número de amigovios desaparecidos, misteriosamente devorados por los cocodrilos del Nilo es asombrosamente elevado.

No parece casualidad que, en esta misma edición del diccionario en la que tanta atención se le ha prestado a la relatividad de las relaciones, se haya incluido el término “papichulo” como “hombre que por su atractivo físico, es objeto de deseo”. Gracias a la Real Academia de la Lengua, descubrimos ahora también que Einstein, Newton, y Galileo eran en realidad magníficos papichulos.

Por último, la Academia, muy sensible esta vez a todo aquello que pueda dar lugar -siquiera colateralmente- a amigoviazgos, noviazgos, ligues, líos, rollos o rolletes, suma a su compendio de palabras “culamen”, “pechamen”, “muslamen” y “canalillo”, siendo esta última toda una incógnita para este articulista, que desconoce si se trata del brevísimo afluente de algún río, de un canal de televisión de muy poca entidad, o del conductillo que recibe y vierte el agüilla de los tejadillos a las acerillas.

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