Opinión

Una columna sonámbula

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Son las cinco de la mañana. Apesta a petróleo en casa y supongo que todo va a explotar y vamos a saltar por los aires de un momento a otro. Me debato entre ponerme un cubata y esperar a que empiece el viaje espacial, o asomarme a la caldera, para confirmar si realmente está estropeada. Cualquier hombre sabe si uno de estos trastos está en buen estado. Basta con bajar en pijama hasta el lugar, sacar una llave inglesa, golpear ruidosa y enigmáticamente las piezas, y volverse a cama con gesto contrariado. Sea como sea, no hay nada que hacer a estas horas salvo que se incendie y explote, que entonces será competencia de los bomberos. Pero no creo que sea buena idea arrojarle una cerilla, así que el veredicto aleatorio de la llave inglesa será definitivo.

A las estudiantes francesas del décimo les ha parecido muy convincente mi examen. Las erasmus están acostumbradas a los hombres de sus países, que realmente se preocupan por el estado de la caldera. Supongo que les desconcierta que, a los españoles, un intenso olor a petróleo procedente de la caldera, sólo nos inspira la posibilidad de contrarestarlo fumando unos cuantos cigarrillos en el descansillo de la escalera, o quizá la brillantez de pegar en la puerta de la nevera un papelito amarillo que morirá después de muchas semanas de olvido: “llamar al de la caldera”.

Con el alboroto me he desvelado y las francesas no tienen fiesta hoy. Celebran juergas en su piso todos los días del año, y deben ser muy divertidas, porque acude toda Francia, casi la totalidad de Italia, parte de Suecia, y un montón de agentes de policía, que siempre son los últimos en llegar y los primeros en marcharse. Que cualquier día lo que va a estallar en este edificio es el piso de las erasmus, en vez de la caldera. Pero hoy se han dado al silencio monacal y en sus ojos sólo se adivina una resaca universitaria, que es aquella que sume el cerebro en un estado de excepción similar al que latía en el universo antes del gran estallido. Están tan dormidas que se despiden en francés, como si no hubieran venido a España a aprender latín.

Diluvia en la calle. Esto es el invierno. Ahí lo tienen. Con sus barbas blancas y su furia mojada. Árboles tronchados y fuentes heladas en las plazas. Calles solo transitadas por gélidas corrientes. El reloj no marca más allá de las cinco y media de la madrugada y el termómetro sigue abrazado al bajo cero. Un buen momento para salir a pasear el insomnio por las calles. Un abrigo, una bufanda, y unos zapatos preparados para el agua. La calle es un gran charco. La ciudad, un refugio de lobos.

El viento y la lluvia en la cara. Extraña sensación de libertad. Y el frío se amortigua bajo mi abrigo. Doblar la esquina hacia la plaza requiere poner en marcha mi maltrecha musculatura. Lo consigo y se abre el gran temporal, ahora sí, ante mis ojos. Aguacero de cólera y viento. Los destellos azules y silenciosos de un coche de policía cruzan la noche a toda velocidad. Sólo a un idiota se le ocurre cometer un delito con este tiempo.

Bajo un ruinoso cobertizo asoma el espectáculo de la pobreza, que encoge el alma. Duermen retirados entre cartones, lejos de los refugios de acogida, Dios sabe por qué. Inevitablemente viaja mi mente al querido padre Che Luis, buen hombre, buen cura, y alma generosísima desvivida por Cáritas, que falleció esta semana dejándome un torrente de recuerdos. De niño, las divertidas cenas de pulpo y cervezas con él y mis tíos, o esos domingos de misa de nueve en Santa Lucía, tan concurrida que había que contentarse con seguir la ceremonia desde el pasillo. Che Luis celebraba la misa en el tiempo en el que todo cura católico debía celebrarla, es decir, descartando todo riesgo de extenuación y colapso de los feligreses. Muy respetuoso con la prisa dominical de los fieles a la hora de arrojarles el sermón, casi siempre lo hacía con dos breves punzadas en el corazón: una respaldada en la vida de Jesús, y otra al bolsillo, recaudando grandes colectas para sus pobres de Cáritas. Se fue Che Luis y creo que esta noche es más triste en los soportales donde se resguardan los vagabundos, porque es como si hubieran vuelto a quedarse huérfanos.

Con los pies encharcados, los ojos borrosos de melancolías, y el abrigo tan lleno de agua que se ha vuelto pesado como si fuera de plomo, vacilo en una bocacalle, pensando si volver a la cama. El reloj quiere marcar las seis pero se ha congelado. El temporal ha dejado sin luz la calleja que desemboca en mi portal. Esas tinieblas bajo la lluvia, que de niños nos parecían un incordio, ahora desatan un extraño romanticismo. Ya nunca podemos caminar a oscuras. Ni descubrir sombras misteriosas bajo paraguas grises. Ni rompernos los dientes contra las farolas apagadas como Dios manda.

Dos manzanas más allá, hay luz. Salpicadas, diminutas luces amarillas en los edificios. Madrugadores o insomnes. Enamorados o abandonados. De fiesta o buscando un antitérmico. No despierta la gran ciudad. Nadie quiere salir de cama con este día de perros que asoma ya. Cruzo la carretera sobre los restos de un alfeizar de piedra destrozado y admito que, bajo el temporal, más que nunca estamos en manos ajenas; al menos mientras no se inventen cabezas resistentes al impacto de un alféizar.

Poseído por un extraño sopor y aprovechando una tregua en las arremetidas de la cortina de agua, he cruzado la línea roja del portal. La caldera sigue oliendo como si estuviera a punto de incendiarse y, con un optimismo bastante impropio de un tipo empapado de pies a cabeza, considero que eso significa que mañana todavía podremos calentarnos. Si huele a combustible, hay calefacción. De madrugada razonamos con esa genialidad tan limpia, tan propia de los niños. Lo pienso ya en cama, al abrigo de la borrasca. Y es que quizá los insomnes no somos más que niños grandes, intentando encontrar en la boca del lobo de esta desapacible noche de invierno algún rescoldo de lo que el tiempo se llevó.

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