Opinión

Crónica entre cronistas

Sabes que estás en un congreso de periodistas porque empiezas tu charla defendiendo al malvado Walter Matthau en ‘Primera plana’ y todo el mundo sonríe, nadie arruga la nariz.

Lo sabes también porque a la hora del café la gente no habla, sólo pregunta. Y lo sabes, finalmente, porque lo pone por todas partes y la sagacidad de este cronista no conoce fronteras.

Atravieso España. De Madrid a Huesca, ciudad que ha acogido el XV Congreso de Periodismo Digital, al que han tenido la gentileza de invitarme para explicar The Objective. Y de Huesca a La Coruña. Últimamente cuando entro en las gasolineras, los empleados me ovacionan y los camioneros recuerdan mi nombre. En algunas hasta me invitan a un chupito de diesel. Es cierto, viajo tanto en coche que cuando voy andando por la calle busco el intermitente para doblar cada esquina. Pero confieso que no quería perderme esta cita, de la que tanto había oído hablar.

Llegar a Huesca en coche desde Madrid te obliga a esquivar cientos de pequeñas montañas. No es la carretera ideal para teclear en el TomTom, encender un cigarrillo, y extraerle la anilla a un café auto-calentable al mismo tiempo. La aridez podría ilustrarse en el diccionario con una fotografía de este lugar. Por suerte, tienen un vino estupendo, y supongo que después de varias botellas crece vegetación, aparecen grandes flores, y preciosos árboles frutales. Incluso puede que surja la orilla del mar, y una colchoneta flotante con forma de sillón y agujero para apoyar la caipirinha.

He olvidado su nombre y es una pena, porque la primera noche cenamos en uno de los mejores restaurantes de la ciudad. La apertura del Congreso fue emocionante y las primeras mesas redondas, con Escolar, Cervera, y Maraña entre otros, explicando cómo hacer rentable un negocio digital fueron muy brillantes. Como se trataba de una convención de periodismo digital, todo el público escuchaba las ponencias mientras tecleaba en su portátil o en su iPad. Por lo que pude observar, la mayor parte de los asistentes estaban en Twitter, enviándose mensajes entre ellos.

El tono de los coloquios refleja bien este oficio. Por un lado, el clima abatido, escéptico, y desapasionado de los mayores. Por otro, la ilusión vocacional de los más jóvenes. Tiene el periodismo la rara virtud de entusiasmar demasiado a quienes lo practican por primera vez. Por eso cada carrera periodística, si es buena, es una lenta sucesión de frustraciones salpicada de efímeros éxitos.

Los asistentes recibieron con gran amabilidad mi charla. Enamorado del papel, descreído de lo digital pero en inevitable matrimonio profesional con lo cibernético, en guerra permanente con el oficio periodístico, poco amante del corporativismo, del victimismo, de tomarnos tan en serio, y con demasiadas vidas vividas en un puñado de años de dedicación, no pude evitar reivindicar la obra maestra del periodismo, protagonizada en 1974 por Walter Matthau y Jack Lemmon.

Tiene 'Primera Plana' todo lo que hay que saber para trabajar en un periódico. Resume todo lo bueno y lo malo del periodismo. Y tiene Matthau la genialidad del sabueso, la osadía del canalla, y una de los gritos más célebres de la historia de la prensa. El reportero más valorado del Chicago Examiner, Jack Lemmon, recibe una sonora bronca del director, Matthau, por no haber citado al periódico en el primer párrafo de uno de sus reportajes. Lemmon se defiende argumentando que lo ha hecho en el segundo. Y Walter Matthau estalla violentamente, y lanza una proclama que nunca ha dejado de resonar por todas las redacciones del mundo: "¿Y quién demonios lee el segundo párrafo?".

El Congreso prosiguió con encendidos debates. Ilusión, vocación, financiación. Sin embargo, la mejor mesa redonda se produjo posteriormente en el Edén, aunque más que mesa, fue barra y alargada. Fiesta de periodistas. Así tuvimos ocasión de compartir opiniones en un ambiente relajado que no podría darse entre las paredes de un Palacio de Congresos. Les hablaba y estaba realmente preocupado. Aquellos periodistas tan jóvenes, muchos aún estudiantes, tenían buen aspecto. Pocas ojeras, ganas de trabajar, y unos ideales increíblemente nobles. Más de uno quería cambiar el mundo. Tal vez por eso no fue muy popular mi afirmación sobre que no podemos ocultar que somos mala gente. Somos los únicos que nos alegramos -aunque sea matizable- cada vez que se cae un avión o estalla una guerra en uno de esos días en que se acerca la hora del cierre y la portada está en blanco. No, no somos buenos tipos. Por eso me desconcertó la mirada tan clara de aquellos estudiantes.

Me quedé más tranquilo en el Edén. Allí los periodistas conversaban abiertamente, reían a carcajadas, buscaban trabajo, y le tiraban los trastos hasta a la máquina de tabaco. Creo que antes de irme a dormir vi a uno de los veteranos marcándose una ranchera con ella. Además allí, bebían de una forma razonable, y en la puerta del bar había tanta gente fumando que era necesario reptar por debajo de la nube para entrar sin romperte los dientes con la puerta.

Tuve ocasión de charlar con gente muy interesante y escuchar debates improvisados sobre los temas que realmente preocupan a los periodistas decentes -"¿tienes fuego?", "¿cuánto vale una caña?", "¿el tonto que baila con la rubia será su novio?"-. Sufrí una dolorosa lesión de muñeca jugando al futbolín. Me retó un amigo. Le estaba dando un repaso digno de mis mejores años, gol tras gol. Incluso metí uno de chilena. Pero de pronto, un golpeo al aire hizo crujir todos los huesos de una muñeca que ya me partí de bebé, aunque creo que entonces no fue jugando al futbolín. Al fin, con la muñeca dolorida fue duro tener que darle la mano a tanta gente, pero mereció la pena. Es la primera vez que voy a una reunión de periodistas y la gente, en vez de mirar con desprecio, se acerca a felicitarme por mi trabajo. Ahora sólo me falta saber exactamente cuál es.

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