Opinión

Cumpleaños y otras formas de tortura

Estoy de cumpleaños y me gusta el queso, los ibéricos, el vino caro, y el ron venezolano. Muchas gracias. Son ustedes muy amables. Anoten que también me gustan los discos viejos, los libros que nadie lee, y que Montoro devuelva el IVA a las empresas antes del Juicio Final; aunque supongo que no puedo pedir milagros. Estoy de cumpleaños y me siento más joven que nunca, y todas esas cosas que se dicen para ocultar que me duelen los huesos cuando va a llover, que la aspiradora ya recoge más pelos míos que del gato, y que las camareras ya no me sonríen en los bares. Estoy de cumpleaños y he conseguido mantener el secreto hasta ahora, así que les agradeceré que se limiten al envío de lujosos ibéricos y botellas de Pampero Aniversario, y me guarden el secreto, cuidándose mucho de propagar la noticia. Tengo mis razones.

Cumplir años el 13 de julio está muy bien, porque casi todos los idiotas están demasiado ocupados en la playa como para tirarte de las orejas. La mayor parte de los autores consideran que esta extraña costumbre es de origen oriental. Los chinos creen que las orejas muy grandes son signo de inmortalidad, al contrario que los españoles, que atribuimos este poder a los huevos. Sin embargo, supongo que por la misma razón por la que comemos cochinadas en los restaurantes chinos, no nos tiramos de los huevos sino de las orejas, y tal vez sea este el premio de consolación.

Los antiguos orientales sentían gran admiración por los ancianos, a los que consideraban sabios. Los más avispados descubrieron que a medida que los hombres se hacían viejos, les crecía el lóbulo de la oreja, lo que sin duda debía significar mayor inteligencia. Una deducción que desde el punto de vista académico no aporta mucho sobre la relación entre las orejas grandes y la inteligencia, pero sí arroja luz sobre la inteligencia de los orientales de orejas pequeñas, capaces de creer que el cerebro prolifera junto al oído, y no en la parte posterior de la espalda como todo el mundo sabe.

El origen de todo estuvo en el filósofo Lao-tse, a quien se le imputan unas orejas de 17 centímetros. Asombra que puedan atribuírsele orejas de 17 centímetros a alguien de quien no se ha logrado confirmar su existencia. Pero eso antaño no pareció importar demasiado a los orientales de pequeñas orejas, que decidieron tirarse de estos apéndices unos a otros en cada cumpleaños, para crecer en sabiduría e inmortalidad. La eficacia de esta práctica ha sido total, por cuanto no hay noticia de ningún asiático que haya muerto desde entonces. De ahí la expansión del gracioso gesto del tirón de orejas, una vez por cada año cumplido, que hoy sigue siendo obligatoria por ley para los cumpleañeros de España y Argentina.

De reciente creación, la Asociación Hispanoamericana de Bisabuelos por una Vida Sin Tirones, agrupa a miles de personas mayores de cien años, con lóbulos que superan holgadamente a los de Lao-tse. Mi solidaridad y mi abrazo a estos valientes abuelos que están, con razón, hasta los tirones.

No crean que cumplir años en otros lugares del mundo es menos doloroso. Todavía más estúpido e injusto que colgarse de un lóbulo de oreja ajeno, es propinarle un pellizco al homenajeado por cada año cumplido. En esta tradición americana, se dan además dos variantes: pellizco o nalgada.

Tenía una amiga americana muy simpática. Cumplía yo veinte años y organicé una fiesta para solemnizar el infortunio. Catherine fue recibida con alegría por el homenajeado hasta que llegó el momento de la tarta. Tras el soplo de rigor, Catherine desapareció de la mesa. Lo siguiente que recuerdo es un descomunal pellizco en el bíceps, que envió una inmediata señal de peligro al cerebro, que a su vez recondujo el estímulo al bíceps del otro brazo, que se activó con fuerza inconsciente, respondiendo a la anónima agresora con un colosal sopapo. Catherine se marchó y yo tuve que acudir al hospital a que me reconstruyeran el bíceps. Luego supe de la costumbre americana de propinar pellizcos o azotes al cumpleañero.

En sitios como Paraguay, no satisfechos con dar palmadas al que celebra su onomástica, con frecuencia se le arroja harina y se parte un huevo podrido sobre su cabeza. La costumbre de torturar al del cumpleaños alcanza su cima en la fiesta sorpresa. Este tipo de celebración, en peligrosísimo auge pese a las continuas llamadas de atención de la Interpol, consiste en matar al cumpleañero de un susto. Para ello, un montón de sujetos se esconden con sigilo en su propia casa, esperando a que el agasajado entre. Cuando éste abre la puerta, el lugar se ilumina de pronto, y de todos los rincones surgen cientos de tipos aullando, con máscaras, e incluso arrojando objetos contundentes a la víctima, para asegurarse de que si no casca de un infarto, al menos lo haga por el impacto de una piñata.

Más tarde la fiesta continúa en al tanatorio, donde los organizadores acostumbran a repartirse la herencia. A menudo, los herederos terminan también tirándose de las orejas y dándose palmadas, pero no he podido averiguar si esto está relacionado con las costumbres cumpleañeras. Sobre todo porque no he encontrado ninguna tradición que incluya arrancarse los ojos o morderse las pantorrillas mutuamente ante el juez.

A veces la víctima de la fiesta sobrevive al susto inicial, y en ese caso el padecimiento es superior. La ineludible presencia de enemigos entre los invitados, la alta intoxicación etílica de los organizadores, la infame selección musical para atormentar al homenajeado con canciones de su niñez, y los destrozos, quemaduras, y reyertas con los vecinos en su propio hogar, terminan la faena en caso de que el corazón del cumpleañero haya resistido al golpe inaugural.

Atemorizado por todas estas prácticas, festejo hoy un año más mi onomástica en estricta intimidad, en paradero desconocido, y con un Winchester 73 reposando sobre las piernas.

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