Opinión

UN DESPLIEGUE DE MALDAD INSOLENTE

Me gusta pastar en Madrid y la vida en Galicia. Pero lo voy a dejar todo y comenzar una nueva vida en Deer Treil. Un lugar que cuenta con un proyecto para legalizar la caza de drones es lo más parecido al paraíso que podamos encontrar en la tierra. Son una tentación esos aviones no tripulados que utilizan los agentes secretos norteamericanos para pasar el rato cuando se les acaba la batería de la PSP. Que haya un lugar que ampare legalmente su derribo es una genialidad que sólo puede darse en Estados Unidos. De acuerdo, también en Pakistán. Pero seguro que allí nadie lo ha votado.


Lo de pegar tiros siempre es discutible. No comparto la pasión de muchos españoles por la caza. No soy capaz de matar una araña si no es con ayuda de un extintor y un traje de neopreno. Por eso no me veo preparado para abatir una perdiz, ni mucho menos un elefante. Respeto la caza. En particular la de patos. No creo que haya nada más elegante que cazar patos vestido de Burberry. Pero confieso que Dios no me ha bendecido con el don de la puntería, ni ha sembrado en mi corazón ese cosquilleo por madrugar más que el sol que sienten los cazadores cada domingo.


No soy pacifista. Una vez tuve una pistola. Era adolescente. Y bastante idiota. Es decir, como ahora, pero más delgado y sin editor. Alguien me la prestó. Me atrajo lo de pegar tiros por el campo. No recuerdo el origen del préstamo pero me abrió un mundo hasta entonces oculto: el de hacer volar por los aires una lata de cerveza situada en la rama de un árbol. Apretar el gatillo es una sensación única e indescriptible. Como el vacío cósmico, o encontrar trabajo en España. Ese sonido hueco y la desbandada de los pájaros al instante. Fui relativamente feliz con la pistola de balines durante semanas. Quiero decir que fui todo lo que feliz que se puede ser haciendo agujeros a latas de cerveza en un descampado; una felicidad que, desde un punto de vista teológico, ofrece ciertas limitaciones.


Sea como sea, mi idilio adolescente armamentístico se esfumó abruptamente. En una excursión del colegio utilicé la pistola para defenderme de un cocodrilo y todo terminó. Lo de menos es que el cocodrilo, al que no acerté, estuviera sobre el polo de un cretino. Nadie quiso escuchar razones. Tuve que entregarla a las autoridades escolares esa misma mañana. La cabeza agachada y la mirada al suelo. El brazo tieso, la pistola tendida al sol, y a lo lejos la ovación cerrada de las latas de cerveza. Me pareció oírles cantar el Imagine de John Lennon. Lo peor de entregar el arma no es la sensación de sentirse desnudo, ni la humillación. No. Lo peor es la sonrisa del cocodrilo. Sostengo que Noé debió arrojar por la borda del arca a todos los bichos que arrastran su barriga por el suelo. Pero en esta tesis me detendré en mis memorias, dentro de algunas décadas.


Mi otro vínculo con las armas son las casetas de feria. Nunca he tenido gran puntería en los puestos veraniegos. Pero a cambio he logrado poner cuerpo a tierra a todos los rumanos de la carpa, por mi afición a sostener el cigarrillo en una mano, y la escopeta, el móvil, y la copa whisky en la otra. Desconozco la razón, pero todos se esconden tras la barra y palidecen cuando empiezas a discutir de política con tu acompañante agitando con alegría la mano en la que empuñas la escopeta. Ni que fuera un Kalashnikov. Además, el accidente más grave que puede ocurrirle al gitanito de feria es que te lleves por delante el palillo del oso panda gigante. Y por eso no deberían preocuparse. Mi especialidad es matar al oso y llevarme a casa el palillo.


Creo que la feria y los balines me han dado la suficiente experiencia como para mudarme a Deer Treil. Cientos de norteamericanos han comprado ya -por 25 dólares- la licencia que permitirá abatir drones en esta ciudad. Yo estoy en lista de espera. Todo está ahora en manos de las autoridades que deben aprobar o no el proyecto de ley. Confío en que lo aprueben. Para un tipo como yo, más clásico que los zapatos de James Stewart, poder tirotear un dron es algo así como mirarle a los ojos al siglo XX y cantarle Cambalache a la cara.


Extrañamente, disparar tiene muy mala fama en Europa. Pero todo depende del siglo en el que lo hagas y el objetivo hacia el que apuntes. Hoy miramos con nostalgia a los héroes del Viejo Oeste que espantaban a los malos. El tiempo lo ha estropeado todo. Desde que un hombre puede balear a otro desarmado, o incluso dispararle por la espalda, nos hemos quedado sin pistolas y sin hombres. Supongo que todo iba razonablemente bien hasta los 60, cuando los hippies consiguieron darle al pueblo a elegir entre las armas y la marihuana, y naturalmente triunfaron las canciones de los Beatles. No sé exactamente cómo pasamos de eso a Justin Bieber y el éxtasis, pero supongo que fue una evolución similar a la que va desde el hacha de piedra hasta la bomba nuclear teledirigida y los 'selfies'.


A los españoles nos encanta despreciar a los americanos, especialmente por su permisiva legislación sobre la posesión de armas, y por lo ruidosamente ordinarios que pueden llegar a ser cuando se ponen patrióticos, algo que ocurre las 72 horas del día. Sucede que España hoy es un país que se toma demasiado en serio a sí mismo, y que se toma demasiado en serio su democracia. En Estados Unidos ocurre lo contrario. Los norteamericanos se permiten votar cualquier tontería, incluso la caza de drones, en cambio aquí no es posible votar la independencia de Cataluña; ni siquiera ahora que el profesor Gordillo nos ha descubierto que tampoco Andalucía es España, y que Sevilla es la capital de Uzbekistán. Dolorosa paradoja, la prensa de estos días. En el país de las armas, al final triunfan las urnas. Y en el país de las urnas, acaban venciendo las armas. Eso hace que sea más seguro ser drone en Deer Treil que tener sentido común en España.

Te puede interesar