Opinión

Días de viejos

La naturaleza da la espalda al mundo y mira a la noche infinita del universo. Los árboles se desvanecen, y las aguas se enturbian. Es la brisa traidora del otoño, que confunde los cruces en las ciudades y salpica de lluvia cualquier terraza desierta; última rémora del aquel verano que iba a ser. Bullen las ciudades a la hora de fichar pero duerme el planeta, encerrado en tinieblas, ensimismado en la lentitud de la estación indiferente; inclemente a las risas histéricas de cada día, a los llantos desconsolados de los rostros del dolor en los periódicos. Si el invierno es la estación que no siente, que congela la danza de las plantas, el otoño nos estremece por la serenidad con la que agacha la cabeza, despoja a los bosques de su luz, y se da por vencido ante la amenaza del hielo negro del invierno. El otoño es una llamada de atención del sosiego a los días urgentes. Es como la vejez, un dardo, en nuestra eterna juventud de dos semanas.

De paso, más que nadie, yacemos en el cine de la vida, ante el crujido atroz de las ramas astilladas. Ecos que recorren el bosque, nerviosos, y se enzarzan en el corazón, gritando al hombre por su calma. Y no la hay. Que tiene este siglo el veneno de la prisa en la punta de los colmillos, y muerde a todo aquel que no se disfraza de otoño, y se deja arrastrar por el viento de la distancia, en ese juego de resignación e indiferencia que practican los frutos muertos de la primavera.

Se vuelven cálidas las librerías y no hay trasto digital capaz de estropear esa magia. La de la luz amarilla que se desmaya como una mancha de mostaza en traje de boda, y engalana las casas desde comienzos de octubre; más aún si arden los hornos de leña, si hay un sillón y un periódico, si hay una canción vieja y un retrato de papá y mamá, pero de antes de la boda. Que tibio es todo cuando empieza el frío y el hogar se vuelve cuartel, a esa hora en que la calle muestra los dientes salvajes y arroja un ciclón hostil a los que, probablemente obligados, cruzan de ida y vuelta, de ningún sitio tan importante y a ningún lugar tan trascendental. 

Otoño y una manta de cuadros y nada más. Y habrá un libro, y un termómetro, y la voz templada de los muertos, familiar al la luz que hay en las paredes, que no hablan, pero se entremezclan en esa extraña sensación de haberse estremecido mil veces, al encenderse otra vez la gran caldera de la calefacción. Y son los edificios abrigos para gigantes de hierro, y el calor del metro hacinado una trinchera enemiga invadida, y los cafés son todos a los años 20, con su chocolate hirviendo y sus azucarillos de terrón, que parece que salen a bailar en octubre, después de la danza frívola de los sobres en los chiringuitos.

Son tardes de leer a Pla y llorar a Umbral. De ensanchar a Rilke, navegar a Gil de Biedma, volar con San Juan de la Cruz, y dejarse naufragar por las horas más oscuras de Quevedo. Y de abrir cartas viejas y acariciar álbumes de fotografías bien gastadas. Tardes de cine y poesía, de amor para todo el invierno, y se hace de noche a la hora del té. Y una música lenta y solemne, grave sintonía clásica en la medianoche, cuando antaño brillaban las voces de las estrellas de la radio deportiva, antes de que el viejo talento diera paso al grueso adjetivo. Otoño es ya más navideño que Navidad, porque hace casi el mismo frío, y las sombras son cada vez más de diciembre, y aún nadie se empeña en llenar las calles de palabras soeces iluminadas y de símbolos de otras culturas que garanticen ante la opinión pública toda desvinculación cristiana del alcalde. Que, por cierto, hubo un tiempo en que las ciudades tenían señor alcalde, porque no vestían playeros negros para recibir a las autoridades.

El sol se arroja veloz tras el horizonte. Una estación como las ojeras de una morena de belleza pálida. Ya no danza el astro con el mar durante horas hasta fundirse en luz imprecisa. Ahora es un fulgor dorado y frío, como el beso en la mejilla de esa princesa que llega tarde a casa. Y las noches caen con todo el ruido del frío. Crece la humedad, el bosque se vuelve amarillo y marrón, y brotan por todas partes las delicias de temporada, allá y aquí níscalos, boletos, y esos champiñones engarzados a tierra por un hilo de espíritu. A un soplo del viento se tumban algunos hongos y vuelan miles de hojas, que en los parques se hacen remolino de ocres, y al doblar la esquina arañan la panza con estridencia rascando el suelo. 

Caen tormentas, salen cientos de canciones, brillan relámpagos en la noche, y arde lentamente el calendario de fiestas de agosto en la chimenea. Huele a pino seco, caldo hirviendo, tabaco, y a algunas ramas verdes, que intentan exprimir su vida en el triste destino del fuego. Y así la casa se nos hace hogar, y el hogar fortaleza de melancolía, cerrando el paso a eso queso gruyere del verano, donde todo está abierto, sea ventana o puerta, y todo pasa, se cuela, y se sienta, y parece que va a quedarse para toda la vida. Que a veces olvidamos a cada instante que llegará el otoño, para rebajar la gravedad de los telediarios, suavizar la sinrazón de los periódicos, apartar la histeria de la vida digital, y enseñarnos, al fin, a grandes trazos, la gran lección de las hojas secas al caer. Que tras el bronceado y la seducción de la juventud, caerá la noche a la espalda del estío, como un telón ocre de años y velas encendidas, de amores, olvidos, sonrisas y lágrimas, y seremos después de todo, como un octubre, como aquello del poeta, polvo, mas polvo enamorado.

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