Opinión

España como bostezo

Siempre he querido tener un presidente que fume puros y no se ruborice ante un whisky caro a media tarde. Winston Churchill estaría orgulloso de Mariano Rajoy. Además, se comprende su templado carácter. Al fin y al cabo, no tiene en el horizonte a Hitler. O al menos, no exactamente. Y en toda contienda, lo razonable es que la defensa sea proporcional a la amenaza. Y ante la amenaza de Pedro Sánchez, lo más prudente es poner los pies encima de la mesa, encender un cigarro, y servirse una copa lenta de Cardhú. Me cuentan que ha dejado el tabaco. En ese caso, que sean dos de Cardhú y un par de bobinas de plástico de burbujas para estallar.

El Rajoy que ocupa La Moncloa hoy, es un hombre tranquilo. Exasperantemente tranquilo. Pero hay días en que incluso yo, defensor a ultranza de los líderes carismáticos, no puedo sino admirar las ventajas de un presidente inalterable, que contempla con sincera distancia -de ser impostada, sería prepotencia- los problemas que azotan al país. Es él quien decide o no, y quien se equivoca o acierta, sin responder su ejercicio de Gobierno al arrebato de la cólera.

Sí. Querríamos más madera. Pero el líder tranquilo, aunque pone nervioso a todos, con el paso del tiempo termina por transmitir una extraña sensación de seguridad. Esos ojos ahuecados y esas caras de pánico de Zapatero en las cumbres internacionales sólo agravaban nuestra maltrecha imagen, y provocaban que los empresarios españoles meditaran en masa si arrojarse por la cristalera de la oficina.

La transición sosegada en la Corona tampoco habría sido posible sin Rajoy. Su serenidad extrema, como un sedante, acaba por extenderse a la calle. Con un presidente exaltadamente monárquico o exaltadamente republicano, es muy probable que Felipe VI estuviera hoy regando geranios en algún balcón florido de Estoril. Sin embargo, que el entusiasmo de Rajoy por la llegada del nuevo rey fuera tremendamente inferior al que le provoca cualquier gol de Ronaldo, no es tan malo para España. Al menos en lo que se refiere a la estabilidad de las instituciones. Eso que suena tan pomposo y aburrido pero que, a la luz de la historia, facilita que no nos liemos a tiros.

Tras su llegada a La Moncloa, el gran reto de Rajoy no fue la economía, sino la reconciliación nacional. Poner a todos los españoles de acuerdo es imposible. Ya lo sabemos. Sin embargo, en poco más de tres años, Rajoy no ha ideado ni una sola medida impulsada por el sectarismo y el rencor. Los errores los conocemos. Yo mismo los escribo en esta página cada semana. Pero no es virtud menor en un país como éste, desterrar el sectarismo del parlamento y del fango político. Exactamente lo contrario de lo que hizo Zapatero, a quien recordamos por su levedad, disimulada siempre bajo un feroz sectarismo. A él debemos buena parte del enfrentamiento entre españoles. De haber centrado su mensaje en la unidad, la puerta de salida de la crisis habría asomado mucho antes.

De acuerdo. Rajoy no se enfrenta a los enemigos con determinación. Pero esa actitud de darles la espalda y decirles “esperen ahí un momento, señores, que estoy a punto de pasar de pantalla en el Candy Crush”, causa efectos divertidos en sus adversarios. La mayoría enloquecen y se inmolan. Y otros desisten por aburrimiento. Nada ha minado más los nervios de Mas que la actitud de Rajoy, olvidándose todos los días de que tiene un lío en Cataluña. A los políticos que viven de crear problemas que antes no existían, les desesperan los políticos que ignoran los problemas que antes no existían.

La economía, su única preocupación. Por supuesto, también esto puede considerarse un defecto, pero sería estúpido ocultar la extraordinaria camaradería que exhala en el pueblo un presidente al que sólo le preocupa el fútbol, el whisky, y la pasta. Particularmente sólo puedo sentirme identificado con esa forma de ver la vida tan rústica y relajante.

Al gobernante gallego le ha estallado también un festival de corrupción en su partido. No tiene la exclusiva, por supuesto, pero otros políticos han hecho de la negación su única medida. Pensemos en la Andalucía socialista o en esos no tan lejanos años del felipismo, donde los corruptos se enteraban por la prensa de lo que habían robado. Rajoy al menos admite la existencia de “problemas serios” de corrupción en el PP. Y su manera de pacificar el propio gallinero ha resultado de antología política. Se ha encerrado en su despacho al grito de “¡arréglense ustedes, que está a punto de empezar el fútbol!”. Y así se ha visto en Génova el mayor desfile de navajazos de los últimos años, hasta que, al fin, todo parece calmarse, aunque todo esté sin resolver. En la reyerta han caído varios corruptos, la justicia va actuando, y en general, todo se ha ido apaciguando como en los últimos estertores de un cálido bostezo.

En la ausencia de ambiciones de Rajoy hay un tesoro. No se me ocurre nadie menos ambicioso, ni creo que haya existido en la historia de España un presidente tan poco interesado en serlo, quizá con excepción de Leopoldo Calvo-Sotelo. Y sin embargo, ahí está, levantándose de cama –con inefable esfuerzo- y cumpliendo con su deber cada día, aunque seguramente preferiría la rutina del registro de la propiedad.

Con todo, La Moncloa es un lugar bonito para un gallego, un oasis florido y espacioso en medio del nervio madrileño, y resulta fácil abstraerse de los dolores del mundo para concentrarse en otras actividades, tales como crear puestos de trabajo, observar el extraño comportamiento de los mirlos en los jardines, o proyectar enormes aros de humo. Supongo que la oposición tiene razones para exclamar que a Rajoy le importa todo un pepino. Pero no es exactamente así. Su escala de valores sitúa en primer lugar los pequeños placeres de la vida y, en segundo, esa obsesión por no pasar a la Historia con la que, sin duda y a su pesar, acabará pasando a la Historia.

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