Opinión

LOS GANSOS

Eunca me he comido un ganso. Vivo. Muerto tal vez, porque España está ahora llena de restaurantes en los que sabes muy bien lo que pagas pero no tienes ni idea de lo que comes. Aterricé anoche en una huevería. Y la cosa iba de gansos. Quiero decir que todo en la carta llevaba ganso: desde las empanadillas hasta los huevos. Sobre todo hasta los huevos. Quizá por eso decidimos cenar allí mismo, cansados de dar vueltas buscando dónde sentarnos. Teníamos prisa. Llegábamos tarde a una cita. Y en nuestras circunstancias, aquel lugar era la gallina de los huevos de oro, pero sin gallina y sin oro. Venía de comer de maravilla en la sidrería vasca Zeraín y las posibilidades de mejorarlo improvisando un restaurante eran muy limitadas. Así que entré contra mi voluntad, encañonado por mi acompañante. Pero entré.


El ganso no me quita el sueño y no tengo especial aprecio por los huevos ajenos. El aspecto del local no era del todo malo. Estaba vacío. Y eso es lo que buscas cuando te duele la cabeza tanto como me dolía ayer. Un lugar vacío. Queríamos hablar de negocios rentables y después de periodismo, y aquel sitio reunía desde el exterior las condiciones ideales para algo así. Nos estaban esperando en la otra punta de Madrid, y siempre tiendes a pensar que en los lugares donde no hay nadie van a atenderte antes. Es uno de tantos planteamientos estúpidos que los españoles tenemos frente al problema gastronómico. Creemos que un lugar lleno de gente garantiza buena comida. Imaginamos que algo que lleva veinte años abierto debe ser de gran calidad. Y estamos seguros de que todo lo que se anuncia en televisión funciona; incluso aunque sepamos que esto incluye desde la pulsera milagrosa contra dolores reumáticos hasta el programa electoral del PP.


La experiencia fue sugestiva. Fue muy agradable comer -ganso- frente a una inmensa pantalla donde se proyectaba un eterno documental sobre las granjas en las que se crían estas aves, y todo el proceso por el cual el bicho pasa de ser bicho a ser comida para humanos. Impagable idea del propietario. Mientras cenábamos, nos resultaba divertido pensar que la hamburguesa de ganso hace tan sólo unas horas podría estar saltando junto a otros muchos gansitos en aquella gran pantalla, y correteando por la dehesa felizmente. Primero con cabeza, luego sin ella.


Aprovechamos la velada para degustar paté y comentar detalladamente el proceso de elaboración del paté de ganso, amenizada la conversación con unas románticas imágenes de una bella puesta de sol en la dehesa, con dos gansos enamorados en primer plano, dándose cariñosos picotazos. Uno de ellos, pensamos, sin hígado.


Los restaurantes modernos me desconciertan. Nunca sabes exactamente qué forma parte del ámbito gastronómico y qué responde a lo estético. Una de las características de este lugar era el tamaño extraordinariamente pequeño de casi todo lo que nos sirvieron. Mi acompañante tuvo que buscar su hamburguesa durante cerca de media hora en el plato. Finalmente la hallamos agazapada detrás de una patata frita. Lo mío estaba más claro. Era carne y un manojito de canónigos o como se llamen esas plantitas que parecen tréboles pero se comen. Junto a los canónigos había una pequeña mosca. Tenía las patas hacia arriba. La mirada fija en el techo despejaba cualquier duda sobre su rigor mortis. Su colocación junto a uno de los canónigos no parecía casual. No me atreví a preguntar si se trataba de un incidente o si era parte de la genialidad del chef.


Terminada la comida, quisimos pagar la cuenta en la barra para poder salir cuanto antes de aquella cárcel de deleite, obra cumbre de la gastronomía, capaz de conectar la tradición con la modernidad y de saltar de oca en oca a la vez. Junto al surtidor de cerveza, la nube de pequeñas moscas era tan densa que nos impedía ver con claridad al camarero. De nuevo nos quedaba la duda de si, en aquel lugar tan moderno, tan bonito, y tan limpio, las moscas eran un toque snob, como el documental de las granjas, o si simplemente habían reservado aquella zona de la barra para celebrar el cumpleaños de alguna de ellas. No me pareció oportuno preguntárselo al camarero porque de un tiempo a esta parte en Madrid la gente se ofende por todo. Recordé la mosca de mi plato, y concluí que aquello, más que un cumpleaños, podía tratarse de un funeral. 'Siempre se van los mejores', exclamé mirando fijamente al enjambre de moscas y llevándome la mano al pecho. La lágrima me pareció un poco excesiva por un insecto tan diminuto, pero no pude contener la emoción al pensar que no sólo habían perdido a una amiga, sino que además me la había comido yo.


Al salir de la cena, nos fuimos a cenar. Teníamos más hambre que antes de llegar. Nos entregamos a uno de estos restaurantes de comida rápida donde todo sabe a lo mismo. Mi amigo se resarció pidiéndose varios sándwiches y un montón de postres. Yo mantuve mi ayuno como señal de protesta, indignado al descubrir que la carta no incluía ganso alguno. No me gusta mezclar.


Tecleo hoy estas líneas en medio de la naturaleza. Alrededor, un pinar, y un campo sereno y sobrio, inconfundiblemente vallisoletano, que me recuerda a aquel por donde correteaban anoche las aves. No hay rastro alguno de anátidas, pero hace un par de horas, justo antes de coger el coche y venirme al bosque, me tropecé en la Castellana con el ex fiscal general del Estado. Lo vi sonreír satisfecho. Y lo entiendo. Porque finalmente las togas no han podido mancharse más con el polvo del camino. Entre una nube de policías divisé también a altos cargos de Interior, ese ministerio capaz de predecir el futuro y publicarlo en Twitter. También estaban extrañamente sonrientes, a pesar de lo ocurrido esta semana. Definitivamente, la huevería de ayer no tiene la exclusiva: en todas partes cuecen gansos. Aunque no a todos los huevos de ganso se les saca el partido que merecen.

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