Opinión

Como Remington Steele

Y estaban vivos todos nuestros abuelos. Y había otra luz en el salón. Y la noche era larga y en vela. Y tan fría que nos daba lo mismo congelarnos, porque esa era la típica preocupación rutinaria de un adulto. Supongo que no había nada más aburrido que un adulto. Y era el tiempo cadencioso y suave, que el reloj aún conservaba toda su belleza analógica en el diligente golpeteo de sus ruedas dentadas. Y se desplazaba la manecilla tan perezosa por la madrugada de un enero recién estrenado, que parecía que nunca iba a llegar el momento de abrir los ojos, y de buscar con la mirada nuestros nombres entre los mil colores del papel de regalo. No éramos más que un puñado de ilusiones, unos ojos grandes, y la dolorosa inconsciencia de ignorar que después, al cabo de los años, nada volvería a ser igual.

Estábamos viviendo un instante único, tal vez como ahora, de otro modo, asomados por penúltima vez al gracioso balcón de aquella vida sin uso de razón, sin nada en los bolsillos, y sin marcas en la piel. Que el gran timo de la infancia fue hacernos creer que la nuestra era la juventud congelada del Pato Donald, que apenas mudaba sus contornos de una a otra década; de aquellos tebeos llenos de polvo del desván hasta el último coleccionable que brillaba en plástico, sujeto con pinzas de madera en el escaparate privilegiado del kiosko de la esquina.

Luego nuestros héroes fueron cayendo como estrellas en una noche de San Lorenzo. No sé si se marcharon ellos, o fuimos nosotros los que echamos a volar, demasiado alto ya como para poder entenderlos. A algunos los destronamos sin piedad, en un ensayo de lo que la madurez traería a nuestras maneras. Pero otros cayeron por sí mismos y aquello fue más difícil de digerir. De la noche a la mañana, nuestros futbolistas preferidos colgaron las botas y ahí empezó a estropearse todo de verdad. Si habíamos luchado durante décadas por ser como ellos, no podíamos admitir ahora que fueran a marcharse a su casa sin más, quizá porque desconocíamos la cruda frialdad del calendario. Cada 5 de enero esperábamos sus cromos, sus camisetas, sus botas con tacos de aluminio, y todo lo que se ofrecía, porque entonces aún era abarcable el abanico de productos de cada ídolo en una sola carta a los Reyes Magos. Su partida era justicia balompédica, decían los sabios en los programas deportivos de la radio, pero para mí no era más que una traición a los valores que nos habían inculcado implícitamente: ante todo, un profundo respeto a los sueños de la infancia.

Al fin vinieron otros héroes, otros futbolistas más jóvenes, y esos primeros dibujos animados japoneses nacidos para la gloria, y entusiasmaron a los que nos pisaban los talones en las aulas contiguas. Pero la química se había roto y, además, algunos habíamos pactado con el olvido no volver a tener héroes quiméricos. Pero traicionamos el pacto pronto, y esta vez fue para siempre. Porque ya nunca nos casamos con la imagen de algo tan perecedero como un tipo cuyo único merito es patear un pelota. Ahora queríamos ser como el Pierce Brosnan de Remington Steele, y a los Magos les pedíamos juegos de detectives. Cuántos sábados, cuántas tardes, arrojando polvos negros sobre todos los picaportes de casa, intentando averiguar la huella dactilar del asesino, dejando mensajes encriptados a receptores imaginarios, y abriendo sobre cualquier sospecha aquel microscopio negro con una pequeña luz en su interior.

Echo la vista atrás sobre aquellos días, y confieso que éramos implacables como detectives, mucho antes de que el oficio se convirtiera en tarea de hackers y cacharritos electrónicos autónomos, y fue una pena que por entonces no hubiera nada verdaderamente gordo que descubrir en casa, más allá de cazar a alguno de mis hermanos beneficiándose en secreto las últimas galletas de chocolate del paquete.

Como quien se abraza al último asidero de la niñez para evitar caer al vacío de la vida adulta, ya nunca renunciamos a ser como Remington Steele. Tuvimos otros modelos, otras muchas ilusiones, y otras prioridades en la vida, pero nunca dejamos de ser un poco aquel carismático Pierce Brosnan que cruzaba la pantalla, elegante y divertido, entre los vapores de la inolvidable sintonía de Henry Mancini. En esa extraña aspiración, ni siquiera hoy hemos claudicado. Que yo cualquier día cuelgo la pluma de pontificar, envío un telegrama a Laura Holt, y me largo bien lejos del papel y la tinta, a recitar de memoria el argumento de películas olvidadas, atando con astucia cinematográfica los cabos de cualquier crimen sin resolver.

En cierto socavón del almanaque metimos el pie y caímos en la trampa de perder la ingenuidad, arrinconamos los años de pantalón corto, tareas de escuela, y Michael Knight, y creímos que estábamos llamados a conquistar el universo y venderlo a trozos para poder ligarnos a Claudia Schiffer y pasearla en un deportivo rojo. Supongo que no habría estado mal, pero al tiempo, no sé cómo pudimos ser tan idiotas. Sólo se nos había exigido ser razonablemente felices. Quizá por eso aún hoy vestimos de luto por el tiempo de las lagunas en la memoria, pero conscientes de que, gracias a Dios, nunca regresarán aquellas noches fantásticas de Reyes. Bien están en el recuerdo. Que no olvidamos que sólo hay algo peor que abandonar la niñez, y es conservarla mientras todo lo demás se va desvaneciendo, fiel al tiempo y al lugar que le ha tocado en suerte. Así, cuando la nostalgia acude a secuestrarnos el presente, sonreímos pensando que aún podemos reencontrarnos con todo lo bello que se nos esfumó, mirando estos días fijamente a los ojos grandes y brillantes de cualquier niño, y soñando con adivinar en silencio otra vez las sombras de los Reyes entre la penumbra tibia de las paredes de casa.

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