Opinión

SPA Y GYM EN LAS CORTES

Acostumbro a hacer ejercicio cada mañana. De viejo hacía carrera continua matutina por el monte durante un mínimo de dos horas, ahora como soy joven debo conformarme con actividades deportivas domésticas. De ordinario mi primer ejercicio físico del día es el desplazamiento veloz de dedo índice, dibujando un impecable recorrido lineal de dos centímetros sobre una superficie acristalada. Así, desbloqueado el iPhone, entro en Twitter y publico que estoy despierto antes de que salga el sol, para que lo vea mi jefe. Después me doy la vuelta y sigo durmiendo durante un par de horas más.


Ustedes tienen que comprender que el periodismo es probablemente la actividad más cansada del mundo, después de la militancia en algún partido político, que es sin duda la más extenuante de las ocupaciones. Así que hay ciertas licencias que esta profesión permite, por la sencilla razón de que no es exactamente una profesión, sino un salvavidas para quienes no sabemos hacer otra cosa que escribir, que es otra actividad increíblemente fatigosa. No hay que alarmarse por ello. Mi segunda y última actividad deportiva del día es ir caminando al trabajo, aunque esto sólo lo hago los días que tengo que trabajar en casa. Los hábitos saludables han de llevarse a cabo con moderación.


Pienso un instante en la salud. El deporte es bueno para la salud, todos nos deseamos salud cuando brindamos, y no hay nada más temido por la especie humana que perder la salud. Me fascina esta capacidad del hombre moderno para enamorarse de conceptos vagos. Porque ¿qué es exactamente la salud? Me pongo malo sólo de pensarlo. Sólo el culto a la cosmética ha logrado ganar la batalla a la salud en la opinión pública. Y confieso que no se me ocurre nada más estúpido que apostar todo a estar sanos, encerrados en un cuerpo con evidente fecha de caducidad.


La ausencia de enfermedad tampoco garantiza una vida mejor. Para empezar, garantiza que debes ir a trabajar y cumplir tus obligaciones con normalidad, con lo que eso conlleva. No entiendo por qué hacemos tanto esfuerzo por evitar la enfermedad, cuando no hay nada más reconfortante que una semana en cama bajo los dulces efectos de la gripe. ¿Por qué nos vacunamos contra la gripe? ¿No es acaso luchar contra la naturaleza? Tal vez mi médico no esté de acuerdo -o sí, últimamente las teorías médicas son tan extravagantes como las obras del MoMA-, pero la gripe aporta muchas cosas positivas al cuerpo humano. Entre otras, el silencio. Hay un silencio que sólo se conoce de baja, que es el del propio hogar en las primeras horas de la mañana. Cuando el mundo bulle alrededor y nuestra casa calla, y nuestra cama duerme entre fiebres y sudores. Si queremos perdernos el dulce retiro de la gripe es porque ya no sabemos disfrutar de la vida, ni en la salud, ni en la enfermedad. Y, por supuesto, incluyo dentro de la gripe a todo lo que el acervo popular incluye en esa categoría: amigdalitis, catarros, y enfriamientos varios. Es decir, todo menos la gripe.


Hablando de infecciones. Esta semana he sacado mi lupa de observar bichos y me he acercado a un par de políticos, de esos que andan siempre enredando en los bares de los alrededores del Congreso de los Imputados, sin conseguir ser nunca del todo relevantes, ni del todo prescindibles. Mi vida transcurre ahora cerca de tan histórico edificio y me paro siempre a contemplarlo cuando paso por delante. Hace un par de noches, había caído el telón negro ya sobre la tarde Madrid, me tropecé con un grupo de diputados que caminaban ociosos al otro lado de la política, por la Plaza de las Cortes. Había bastantes cañas en sus ojos y en su tono de voz, y tampoco me parece mal. Yo en su lugar me bebería cada tarde todos los barriles de cerveza del distrito, o lo que sea, con tal de no tener que asumir que está en mis manos el pesadísimo destino de esta pesadísima nación. Entre el grupo de parlamentarios caminantes destacaban dos, de esos que militan en el PP por aquello de la gomina y las rubias de Nuevas Generaciones, pero son socialistas de corazón. Iban extraordinariamente sobrios. Portaban grandes bolsas deportivas a sus espaldas. Los chicos venían del gimnasio, pude escuchar, y competían a gritos por los minutos de resistencia en una extraña máquina de tortura que consigue que tu sangre circule por las venas a la misma velocidad que las partículas del Gran Colisionador de Hadrones. Supongo que es una experiencia única. Al menos hasta que te despiertas en el hospital rodeado de ramos de flores y ex novias llorando. A juzgar por su aspecto aseado y jovial, supongo que son la clase de políticos que logran convencer a todos los demás de que la única cruzada que merece la pena es la de imponer la buena salud.


Me inquieta la trastienda política del amor a la vida saludable. Cada vez que oigo a un ministro hablar de hábitos positivos para el cuerpo, me agarro la cartera, porque sé que tarde o temprano me van a desplumar por mi bien. Ahora que hay que fumar en el cuarto de baño del curro, como en los días de escuela, que hay que llevar más papeles para comprar pastillas que para entrar en Estados Unidos con un misil nuclear entre los dientes, y que hay que pagar más penalizaciones por un vaso de whisky que por arrancarle una oreja a Montoro, sabemos lo que realmente significa que haya diputados cambiando los bares por pistas de pádel y gimnasios.


No puede esperarse nada bueno de un país en el que los políticos se llevan la bolsa de deporte al Congreso, como si fueran quinceañeros a punto de comenzar la clase extraescolar de hockey sobre patines.


A la luz de la experiencia, casi me sentiría más seguro si hubiera visto a esos dos diputados frente a las Cortes cambiando sus bolsas de deporte por fusiles de asalto AK-47. Al menos tendría la seguridad de que mañana no me obligarán a mí a sacarme la licencia de armas.

Te puede interesar