Opinión

Aquellos teléfonos inteligentes

Llamar por teléfono es siempre una impertinencia. No hay nada más desagradable que recibir una llamada. Sólo alguien que nos odia de verdad puede hacer algo tan terrible como sacar su teléfono del bolsillo, pulsar cruelmente nuestro nombre, y tratar de comunicarse con nosotros. Sin duda, de todas las incomodidades de la vida moderna, el teléfono móvil es la más dolorosa y extendida. Sirvan estas líneas como homenaje al viejo teléfono y como acta fundacional de la Plataforma por el Regreso al Teléfono por Cable.

La posibilidad de estar localizable ha dado paso a la obligación de estar localizado. Ni siquiera la mensajería instantánea, concisa y eficaz, ha logrado aplacar las ansias de algunos pelmazos, que necesitan llamar a toda costa sin importarles lo más mínimo que estés durmiendo, pronunciando un discurso, o en el entierro de tu mascota.

Nuestros antepasados, sabios, inventaron un teléfono amarrado a un cable. De esta forma se impedía al emisor agredir al receptor en cualquier lugar. Así la violencia telefónica quedaba reducida al hogar, a la oficina, o allá donde hubiese uno de estos aparatos, minimizando enormemente las zonas de riesgo de recibir un telefonazo. Porque para producirse eficazmente era imprescindible que el receptor también se encontrara en las inmediaciones de otro teléfono, y que el llamante tuviera conocimiento del lugar.

¡Aquello sí que era un teléfono inteligente! Si no estabas disponible, agotaba la paciencia del emisor a base de aburridos tonos, sin darle esperanzas con un enérgico contestador automático. Cuando estabas hablando con otra persona, transmitía que estabas “comunicando” mediante un característico sonido intermitente que no alentaba en absoluto a reincidir en busca de la oportunidad de la peligrosísima “llamada en espera”.

El teléfono de antaño, al sonar, no emitía la Gasolina de Daddy Yankee, sino que simplemente hacía “ring”. Austero, impertinente, e imposible de silenciar, que es lo que se espera de una alarma. Pero además, esos encantadores ejemplares negros de marcación circular hacían de la llamada algo artesanal y lento. La mayoría de las veces te confundías alguna cifra y charlabas durante un rato con un desconocido, olvidando lo que ibas a comunicar en la llamada original y desistiendo de molestar al receptor previsto. El cable evitaba también esa estúpida pregunta ritual que hacemos ahora al comenzar cada llamada: “¿dónde estás?”.

El regreso al teléfono sin cable ha estropeado todo lo conquistado en los siglos anteriores, haciéndonos retroceder a la calidad de vida del siglo XXIII o XXIV. Si Graham Bell o Meucci levantaran la cabeza se quedarían horrorizados al comprobar el uso indiscriminado que damos hoy a su telefónico ingenio, ideado en su día, supongo, con finalidad militar, para torturar a prisioneros de guerra.

Ninguna llamada se recibe con alegría, salvo la divina en las horas postreras de la vida. Sin embargo, no todas incomodan igual. La de los jefes siempre resulta engorrosa. Existiendo el correo electrónico, el comercio electrónico, y la silla eléctrica, ningún jefe debería llamar por teléfono. Por desgracia, este artilugio ha permitido al jefe estirar el azuzador de empleados vagos a cualquier hora y en cualquier lugar. Y, por supuesto, un jefe rara vez llama para subirte el sueldo o para darte vacaciones. Y si lo hace hoy, mañana alegará que estaba bajo los efectos del alcohol.

Más peligrosas aún resultan las llamadas de los viejos amigos. Los viejos amigos no son en realidad amigos, y no terminan de asumir que están viejos. Te llaman con esa insolente cercanía, como si hubieran pasado dos horas desde la última vez, y lo hacen un sábado de madrugada, para recordarte que tenéis una juerga pendiente. No les puedes colgar porque eso les pondría aún más nerviosos, y podrían plantarse en tu casa con una botella de whisky y toda la tropa de haraposos y golfos retro de la ciudad. Con esta clase de amigos lo mejor es un “mañana sin falta”. Todos los días.

Muchas veces desearíamos no contestar. En la playa, cuando estás a punto de olvidar el nombre del director de recursos humanos de tu empresa y tu mente viaja hacia paisajes que parecen fondos de pantalla de Windows, está justificado eludir una llamada como sea. Mi consejo es emplear cinta adhesiva para pegarle el móvil en la espalda a un cangrejo adulto. Pero asegúrate de que sea adulto, o te llegará una abultada factura del Candy Crush.

En general, la forma más rápida de no coger una llamada es meterse inmediatamente los dedos de ambas manos en la boca y morder con fuerza hasta que deje de sonar. Otra manera de evitarla, aunque más cara, es lanzar el móvil a una cuneta, o por la ventana, o meterlo velozmente en la sopa. Esto además, dota a los fideos de cobertura, algo que por otra parte siempre agradecen.

Y otra forma de no coger es colgar. Si tienes un móvil con botones, se hace presionando cualquier botón rojo. Si tienes uno de esos cacharros táctiles, debes deslizar el dedo dibujando infinito en la pantalla, cerrar los dedos como si recogieras un puñadito de la misma, y posteriormente disparar repetidas veces con una Magnun 45 hasta que no seas capaz de distinguir el teléfono del cenicero. A esta última técnica se le denomina llamada perdida.

Por último, si de lo que se trata es de quedar bien con tipos a los que no quieres ver ni en pintura, puede recurrir a un deseo que la otra parte acepta educadamente. Se manifiesta interrumpiendo la conversación con un “¡vamos hablando!”. ¿Qué quiere decir? Lo contario. Se traduce por “no vamos hablando”. Nunca. Es un invento genial. Si el “te doy un telefonazo” de los 80 era una manera innecesaria de abrir hostilidades con el enemigo, el “vamos hablando” de hoy es la forma más diplomática de desprenderse de un cretino insistente. Y les tengo que dejar, que me suena el móvil.

- ¡Mi amadísimo jefe! ¿Dónde estás? Siempre es agradable recibir tan grata sorpresa telefónica. ¿Qué hay de mi aumento de sueldo? De acuerdo. ¡Vamos hablando!

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