Opinión

Todo lo que debe saber sobre Sochi

Soy un apasionado de los Juegos Olímpicos de invierno. Quiero decir que me gusta beber cerveza sentando en el salón de casa. 

Lo que salga en la tele, ya sea hielo o desierto, me parece asunto menor, si de lo que se trata es de tener algo que celebrar antes de irse a dormir, justificando esa ingente cantidad de cigarrillos en el cenicero y latas de cerveza vacías. Hasta hace poco sólo me sentaba durante horas ante el televisor en las citas olímpicas estivales, pero ahora he descubierto que también en febrero hay japoneses, noruegos, y británicos dispuestos a partirse la cabeza por subir a un pódium; y siempre es un placer ver a un británico quedarse sin dientes.

En muy pocas semanas he comprendido la mecánica de estos deportes de invierno. Después de sufrir las ruedas de prensa posteriores a un Consejo de Ministros, hacerse con las reglas del snowboard es casi un juego de niños. No en vano, no se me ocurre nada mejor para dejar de lado las fechorías de nuestros políticos que entregarse a la cita olímpica durante unas horas. Y desde luego, si de verdad quiere usted olvidar la cara de pasmo que nos gobierna, no hay nada más oportuno que practicarlo. Por muy fuerte que sea el recuerdo, nada sobrevive sano en el cerebro de un principiante que se monta en una tabla nueva y se tira por un monte helado.

Dejando a un lado las dos horas de atasco bajo una gran nevada que pasé hace unos días en la A6 –gracias, incompetentes-, mis contactos con la nieve siempre han sido poco ortodoxos. En los 90 un amigo muy torpe me lanzó dentro de una furgoneta a una zanja. Intentaba ascender a una estación de esquí por una carretera alternativa y sin cadenas. En diciembre. La caída fue lenta. Aún recuerdo las ruedas girando a gran velocidad sobre el hielo. Y esa paradójica sensación de que cuanto más aceleras, mejor resbalan las ruedas, y más rápido se cae el vehículo hacia atrás.

En otra ocasión, en Navacerrada, inventé una disciplina que aún no ha sido admitida por el COI. Pero su aprobación no parece lejana. Se trata de algo que he bautizado como culo-sky. Se practica en grupo. Consiste en atarse una bolsa de plástico al culo, asomarse al precipicio de una ladera nevada, y empujar con fuerza y a traición hacia el abismo de hielo a todos los demás competidores. En el culo-sky gana el que consiga no participar en la competición. Eso lo vuelve el deporte más original del mundo. Y por razones que desconozco, a los del COI, tan dados a entregarse a emociones fuertes como organizar unos Juegos en Rusia, esta idea de que alguien pueda ganar sin mojarse el trasero no acaba de convencerles.

Si no han dedicado una tarde a ver lo de Sochi, les recomiendo que lo hagan. Comprenderán así que el culo-sky es al biatlón, lo que el pin pon al tenis. Prometo que la primera vez que vi una competición de biatlón creía que era una de esas bromas televisivas. Como cuando Montoro sale en el telediario y dice que va a bajar el IVA. Pero no. Es un deporte y es verdad. Esta disciplina combina el esquí de fondo con el tiro con rifle. Lo malo es que el reglamento no permite hacer ambas cosas a la vez. Tener que esquiar, detenerse, disparar, y volver a esquiar es una norma tan estúpida como prohibirle a un futbolista golpear el balón mientras corre. Tal vez esa innovación convierta al fútbol en un deporte más ordenado, pero hace demasiado tiempo que se inventó el futbolín y no ha tenido tanto éxito. Y no lo tendrá, al menos, mientras un jugador no pueda huir de su hilera y hacerle un escrache al contario.

Otro deporte que me inquieta es el patinaje artístico. Sobre todo en la medida en que se ha producido la participación destacada de rusas con extraordinario aspecto de rusas y con todo aquello que un hombre desearía estéticamente encontrar en una joven rusa procedente de Rusia, que es de donde proceden la gran mayoría de las rusas que tienen aspecto de rusas. Al igual que ocurre con el vóley-playa, es muy frecuente el enamoramiento de algunos espectadores durante las pruebas de patinaje. Ayuda a esto el hecho de que no existe ninguna posibilidad de flechazo mutuo en la modalidad por parejas. No hay que olvidar que el contacto se produce en un entorno laboral que no puede ser más frío y exigente. Y casi mejor. No creo que pudiera existir nada más hortera que enamorarse al ritmo de Tchaikovsky, resbalando sobre hielo en un recinto deportivo y con varios millones de testigos aplaudiendo la hazaña.

Por otra parte, esta modalidad de patinaje por parejas provoca además un deseo unánime en la parroquia masculina: que sea ella quien lo lance a él por los aires, y que finalmente se olvide de recogerlo. Ocurrió en unos Juegos de Invierno y la ovación en el graderío fue tal, que el COI sopesó realizar controles antidopaje entre los espectadores. Algo que no se llevó a cabo al comprobar que las gradas estaban plagadas de miembros del COI, conocidos precisamente por su total aversión al whisky. De todos es sabido que prefieren el vodka. Tal vez eso explique lo de Sochi. En síntesis, en estos juegos de nieve, la gracia está en darle algo deslizante a un grupo de chicos, unos palos, y poner un cronómetro en marcha. El orden en el que haya que golpear, o resbalar, y la contundencia del objeto a sacudir o a esquivar, es lo que define cada disciplina. Y es lo de menos. Nadie sensato repara en lo que hace cuando ha dejado de sentir la circulación en las manos, y tiene nieve en los calzoncillos.

En Sochi durante la competición, en contra de lo que ocurre en las olimpiadas tradicionales, y al igual que en los mundiales de fútbol y que en el Congreso de los Diputados, la mayoría de los participantes tiene la mente puesta en darse una ducha caliente y llegar cuanto antes a la zona de pubs, que es realmente el único lugar donde las rusas no pasan de largo a toda velocidad y con los brazos en forma de cisne.

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