Opinión

EL VIEJO ARTE DE SALIR CORRIENDO

El mundo está lleno de idiotas abofeteables. Y eso es una razón de peso para no golpear a nadie. Por lo general, las cosas evidentes son de mal gusto. Y dar un puñetazo a alguien lo es. Es obvio que nuestras calles están llenas de tipos a los que la vida les iría mucho mejor si alguien, alguna vez, les hubiera mordido un ojo. Pero eso no justifica que nosotros vayamos por ahí pegando mordiscos de forma arbitraria. El noble arte de la lucha entre caballeros se detuvo en el mismo momento en que desaparecieron la nobleza, las artes, y los caballeros. Allá por el siglo XIX. Desde entonces, pegarse carece de sentido y hoy es una bobada de pésimo gusto, como la cúpula barroca color crema en el chalé de un nuevo rico.


He visto muchas peleas. La mayoría en pubs a los que nunca debería haber entrado. He visto a gente pegarse por saltarse un paso de cebra y es probable que no haya bofetada más grotesca que la que parte de una discusión de tráfico. Y he visto a gallinas dando palizas en grupo. También he visto agresiones en el fútbol, en los alrededores de los estadios, y en la gran mayoría de las manifestaciones pacíficas. Casi todas las concentraciones antibelicistas acaban a golpes porque quienes van con la paz entre los labios acostumbran a llevar un condicionante escondido en el bolsillo, como la letra pequeña de su contrato: no habrá violencia, si se hace lo que yo quiero.


Quizá porque ahora no sabemos pelearnos, tampoco sabemos hacer la guerra. Hoy los conflictos armados son, eso, conflictos armados. Algo con un nombre tan estúpidamente eufemístico no puede resultar elegante, ni mucho menos eficaz. Estar en contra de todas las guerras es muy bueno, y más en este tiempo navideño. Yo mismo estoy en contra de todas las guerras. Venga. ¡Qué suenen los violines! Pero la realidad es que hay contiendas que cambiaron el mundo y evitaron males mayores. Son guerras que no volverán. De la misma forma que hay un tipo de lucha personal trufado de nobleza, de elegancia, de moral, y de saber estar, que se perdió para siempre en aquellas películas de John Wayne. Al Duque no le gustaba golpear, lo hacía siempre con cierto desdén, precediendo el derechazo de su andar vacilante. Y no disfrutaba en absoluto con el dolor ajeno. Este es el drama de nuestro tiempo. Que no nos podemos pelear porque hemos olvidado perdonar. En realidad, tampoco sabemos amar. Si se pierde el respeto más hondo por el hombre al que uno se enfrenta, todo guantazo -sea físico o dialéctico- se convierte en infamia.


Muerto el mito de su elemental rudeza, hay todo un icono político en la capacidad de John Wayne para golpear sin odiar. Lo mejor no es su forma de imponer justicia a tiros. Lo mejor de John Wayne es lo mucho que le incomodaba tener que dejar la copa de whisky en la barra para soltarle un sopapo a un miserable. Al Pierce Brosnan de Remington Steele le ocurría algo parecido. Al señor Steele le crispaba hasta el infinito pelearse, porque eso podía arrugar su traje, siempre impecable. Tras recibir un buen puñetazo y rodar por el suelo, al detective de moda de los 80 se le vio en algún capítulo más enfadado por la mancha de polvo en el pantalón que por la herida abierta en su ceja durante el lance. Steele era, esencialmente, un hombre de principios. Quiero decir que su primer principio era puramente estético y no es mal comienzo. No por casualidad la sabiduría popular insiste en que la cara -y por añadidura, el nudo de la corbata- es el reflejo del alma. De ser cierto, Steele podría abrazar la santidad.


También a Fénix, el galán de El Equipo A, le molestaba pelearse con los malos porque eso solía arruinar su incesante labor de donjuán. Que al final, para atender a los bofetones hay que dejar de hacerle caso a la chica y concentrarse en el adversario. Eso, como mínimo, es tener las prioridades de la vida terriblemente desordenadas. Un hombre al que le resulta más estimulante propinar un guantazo a un idiota que conversar con una dama hermosa no es exactamente un hombre. Y probablemente se merece un guantazo. Pero eso es otro asunto.


Comparto con John Wayne, con Fénix, y con Steele, esa mirada aséptica hacia el ser humano. No tanto por virtud, sino por pereza. Que al final lo más incómodo de iniciar una revolución es que hay que levantarse del sofá, ponerse a odiar, militar en alguna idea más o menos utópica, y echar a correr como un loco por las calles. Y eso es, paradójicamente, lo que casi siempre nos termina salvando de acabar a tiros.


Se mire como se mire, pelear exige un gran esfuerzo físico, mancha muchísimo, y en última instancia, te pone en peligro de recibir un puñetazo en la nariz, que es probablemente lo más doloroso del mundo después de pagar impuestos en España. Loquillo cantaba aquello de '¿para qué discutir, si puedes pelear?' y en su voz, en su actitud, y en su imagen, quedaba francamente bien. Pero todos sabemos que hay una tercera opción, mucho más inteligente y cómoda, que es salir corriendo. Todos deberíamos salir corriendo más a menudo.


Acierta esta vez Mariano Rajoy al echar a correr. Discutir con Artur Mas es una pérdida de tiempo. Y propinarle un guantazo es lo que más le gustaría. Por una vez, correr tiene más sentido que atender a delirios. Como cuando te cruzas por la calle con esos borrachos, que te insultan, te enredan, y te provocan buscando pelea. Que los esquivas con astucia, porque tienes cosas más importantes que hacer que partirle el cráneo a alguien que en el fondo ni lo merece. Hay bofetadas implícitas y geniales en esa airosa huida.


Veamos. No es que haya que dar por perdidas todas las batallas. No es ya que la violencia no sea un argumento demasiado filosófico, que obviamente hace aguas en ese terreno. Es que pegarse por una plaza de aparcamiento no tiene sentido. Sobre todo cuando sabes que mientras discutes te están robando el coche.

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