Opinión

Ahí va tu receta

JUEVES, 9 DE DICIEMBRE

Hablo en la calle con un músico extranjero que lleva un mes dando tumbos por la ciudad. Me dice “No sé qué me pasa, es como si estuviese atrapado por los espíritus de Auria, créeme que lo paso mal. Hay días en que me miro al espejo y hasta me doy miedo, otros lo voy llevando como puedo. Esta es una ciudad extraña, cómo te diría, un lugar como tóxico o así. Me han contado que hubo tiempos en que la ciudad estaba llena de escritores y poetas. Ya no debe de ser así. No sabes lo que me jode que confundan a un músico con un mendigo. La vida está muy dura y los corazones de la gente ya no se conmueven aunque sea Navidad. Aunque me veas así, yo he sido músico profesional, he tocado el violonchelo en muchas sesiones de música de cámara en mi país y he compuesto algunas canciones en inglés. Dicen que los dioses protegen a los caminantes que llevan paz consigo. Pues mira, parece que Dios azota mi corazón”. Yo le escucho atentamente, son las nueve de la noche, estamos en la Plaza del Hierro y me espeta “Tengo que conseguir dinero para comer y dormir”.

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ILUSTRACIÓN: ALBA FERNÁNDEZ

Como cantó Lou Reed, “he caminado mucho y sé cómo funcionan las cosas”. Así que le miro a los ojos y le suelto “Anda, hermano, me estás contando una película, fijo eres de la camada de los que en cuanto cae dinero en el sombrero vais a pie o en autobús al barrio duro a pillar”. El músico guarda silencio y sonríe cínico “Bueno, algo me meto, pero no tanto como otros que ni siquiera comen, todo se va para fumar chinos o lo que sea. Pero ¿sabes? lo que más me sorprende de aquí es la cantidad de drogadictos que se buscan la vida en las calles. Y veo muchos jovencitos en este rollo, eso, créeme, me entristece. Además el covid con su veneno ha golpeado con saña. También me sorprende la cantidad de comida que hay en la basura, no sólo en los restaurantes, bares o a la puerta de los conventos. No conozco otra ciudad así, tantos pisos en que llamas, pagas y te dan cobijo para que fumes allí o lo que sea. Allí, en una habitación nos apretujamos quince o veinte consumidores. Ahora que las cosas están chungas, te hacen papelinas por cinco euros y así. Esto no se ve mucho por ahí, sobre todo en ciudades pequeñas. Pero esta ciudad, como si tuviese duendes secretos, parece que pone sus tentáculos sobre mí y aplazo cada día seguir mi camino”.

De pronto llega otro hombre de la calle y se saludan. Nos saludamos. Él hurga cada día meticuloso en todos los contenedores de la ciudad buscando algo para vender. Cuenta: “Estuve una semana trabajando en la obra de un fulano, me daba cuarenta euros cada día, le pedí que me asegurase y él siempre ‘mañana, mañana’. No me pagaba los festivos y el otro día tropecé, me hice daño y él me largó sin más. Escuché antes que hablabais del covid. Pues, créeme, yo que me paso media vida en los pisos a donde voy a pillar, pues es cierto lo que allí se comenta, no sé si la droga nos protege o qué, conozco a todo el mundo pero no hay un toxicómano al que le atacara el covid”.

(Pasa a nuestro lado una mujer mendigando aquí y allá. Es mayor. No quiero dar datos de ella ni de su aspecto. Sucede que mis dos interlocutores, que intuyen que escribo en los papeles, me dicen “Danos cinco euros y te contamos la historia de esa mujer”. Qué le voy a hacer, suelto el billete. Habla el músico “Pues que sepas que pide para su hijo, la vida es cruel, es cierto, y su hijo la obliga a pedir desde muy temprano; cada dos horas viene a recoger lo recaudado y parte veloz hacia el barrio duro”. Añade el músico “Qué cabrón, tiene más suerte que nosotros. Ella jamás cuenta su secreto pero una vez le oí decir: ‘mi hijo está en el pozo, prefiero pedir a que ande robando por ahí”.)

VIERNES, 10 DE DICIEMBRE

Todavía hoy el padre Miño a su paso por San Pedro de Filgueira, ahí al lado, nos devuelve los cadáveres que le arrojaron clandestinos durante nuestra cruel guerra civil y la larga posguerra. Cómo es el miedo, todavía allí se guarda silencio sobre estos hechos. Cómo es posible que el miedo persista y que el silencio cubra a las víctimas. No hace tanto, el forense Fernando Serrulla, que trabaja en la memoria histórica, rescató los restos de algún cadáver con el cráneo agujereado. Pero permíteme que hable de Fernando, que es presidente de la Asociación Española de Antropología Forense. Probablemente sea el mejor investigador de la memoria histórica. Qué curioso, enamorado de Verín, logró montar allí su laboratorio con todos los avances científicos y tecnológicos.

Pero hoy quiero contar de aquel no tan lejano día de los ochenta en que un regalo suyo quizás cambió mi vida. Entonces nos veíamos con frecuencia, ya ejercía en Verín de forense. Pero te cuento, hermano, hermana lectora, eran malos días para mí. Andaba yo un poco depresivo, un tanto desquiciado y coqueteaba con el lado oscuro. Aquel día llamé a su puerta, entré en su despacho y le pedí, como amigo, unas recetas que tuviesen algún opiáceo, ese tipo de medicamentos “Es que ando un poco jodido, Fernando”. Él se me quedó mirando, cómo te diría, casi largamente. Se levantó y me dijo “Espérame, ahora traigo tu receta”. Qué bien, pensé yo, con estas pastillas hasta me colocaré. Lo que sucedió entonces, hermano, hermana, fue una sorpresa para mí. Mira tú, este doctor que ha sacado a tantos muertos de las cunetas, identificándolos, añadió “Voy a mi escritorio”. Tardó en regresar, no traía ninguna receta en la mano. Lo que portaba era una caja de cartón con algo dentro. Me la entregó y me dijo “Ahí va tu receta”.

Muy confuso, llegué a casa y abrí la caja con ansia. Lo que había allí era una máquina de escribir, la clásica de la época con la que Hemingway escribió enfebrecido “París era una fiesta”.

Tuve un flash. Supe de inmediato que había dado con el remedio para mis males, como si recibiese un alma nueva. No te miento, hermano, hermana, en esa máquina de escribir estoy escribiendo hoy este artículo.

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