Opinión

Café Boule d'Or

Justo hace 50 años del mayo del 68. 

Te cuento: la fiesta había terminado. Los veo ahora a todos en círculo en la tertulia de Agustín García Calvo en el viejo café Boule D’Or, allá por el barrio de Montmartre. Todos fumamos sin interrupción “Gitanes” en la mesa de mármol humeante. Alrededor, “El Mundo Obrero”, libros de Bakunin y de la perseguida editorial “El Ruedo Ibérico”. Todavía estaba viva la larga noche de las barricadas. En nuestras retinas la inaudita ocupación de la Universidad de La Sorbona. A la entrada del café nadie había borrado el grito de “Prohibido prohibir”. 

Veo el rostro de Jean, nuestro barman que tanto amaba España: hasta se había agenciado alguna botella de Anís del Mono para nuestra camada. Claro, nadie tenía un franco, pero sí teníamos un banco: el catedrático exiliado García Calvo pagaba las consumiciones de todos. Jamás decía “no” cuando lo sableábamos. Ay, veo el rostro bigotudo del príncipe Galín, la guitarra en las manos, cantando su canción favorita. “En mi pueblo sin pretensión tengo mala reputación./ Pero a las buenas gentes no les gusta que uno tenga su propia fe”. Al fondo, siempre muy silencioso, Amancio Prada que, como todos, se buscaba la vida en las calles. 

Abrevábamos en el café una banda pintoresca: veo ahora mismo los amargos rostros de los republicanos refugiados que habían luchado en el 36 en España. Ay, me golpean viejas imágenes: la larga, casi bíblica fila, que atravesó en lágrimas los Pirineos en el 39. Habían perdido la guerra y tenían en la mirada el helado verso: “Ay del vencido”. Dónde estará Antonio el Guaperas, aquel dandi cacereño que enamoraba a las parisinas con los versos de “Ne me quitte pas”: “Yo cavaré la tierra/ hasta después de mi muerte,/ para cubrir tu cuerpo/ de oro y de luz”.

Ahí llega Marina la Libertaria. Se busca la vida vendiendo los libros prohibidos en los trenes con destino Hendaya. Tantas veces nos recitó: “Españolito que vienes al mundo,/ te guarde Dios./ Una de las dos Españas/ ha de helarte el corazón”. 

También se cobijaban en el Boule D’Or los huidos de la dictadura del general ferrolano. Muchos insumisos que imitaban a los americanos que no querían ir a Vietnam y rompían las cartillas que los llamaban a filas. Hasta un par de emigrantes que habían llegado casi analfabetos de una aldea galaica, y despertaron alucinados en aquel verano lleno de esperanza. 

(Busco entre mis vinilos una vieja canción de los Rolling Stones: “Has visto pasar el tiempo como un rayo./ Acuérdate de los sueños que abrazábamos con fuerza,/ parecen haberse desvanecido”. 

Pasa por mi mente cada uno de mis amigos del café Boule D’Or. Qué pasión filosófica. Las librerías atestadas. Tras el ventanal pasan chicas feministas parisinas sin sostén, el pelo largo, botas de cuero y una edición del “Le Deuxième Sexe” bajo el brazo. Seguro cantaron aquel lejano 16 de mayo “La Internacional” entre los obreros y estudiantes en la mayor huelga de la historia. Justo aquel día fue tomada La Sorbona. Qué fascinación por el Che.

El nostálgico general De Gaulle, casi vencido, se estremeció tras los visillos y su mesa de caoba. El cabrón decía: “Es la revolución de los zánganos”. Y sacó los tanques a la calle. Pero cierto, no se vio un casquillo de bala ni un revólver ni un cadáver, sólo gigantescas montañas de piedra. Pero el viejo mundo pareció entenebrecerse. 

Ay que joderse, cómo éramos. La consigna era “No te fíes de nadie que tenga más de treinta años”.)

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