Opinión

La campaniña del monaguillo...

Allá en el 75, Carlos Oroza hizo un recital en Ourense que quedó como una leyenda. Lo cierto, es que yo hacía de telonero en compañía del pintor Antón Lamazares. Inevitablemente, recitamos su obsesivo poema ‘Malú’. Al final, le dijo a un periodista: “Yo nací con la fatalidad de la poesía, qué le vamos a hacer”.

Estuvieron todos los artistiñas de la ciudad, comandados por Jaime Quessada, que aplaudieron a rabiar. No así el director del colegio, que nos espetó: “No vuelvan por aquí”. Al día siguiente, el inolvidable Segundo Alvarado escribió en este periódico: “No saben recitar y son poemas infames”. Pero te cuento, a principios de los 70 yo estudiaba Periodismo en Madrid. Ya sabía que aprendería más en las noches contestatarias y de bohemia que en la gélida aula de la facultad.

Lo estoy viendo cuando nos conocimos en la puerta del inevitable Café Gijón; entonces, todavía era un abrevadero de buscones, poetas, pintores y canallas. El cerillero anarquista ejercía de prestamista y los camareros te servían con gesto cómplice. Allí estaba él, como una abeja reina en la barra. Arrogante, ojos taladradores, escuálido, su perfil recordaba vagamente a César Vallejo y su verso “nací un día en que Dios estaba enfermo”.

Me presenté como amigo de Diego Bardón, el torero que pretendía hacer una ‘corrida pánico’. Oroza recitaría a la salida de cada toro. El comediógrafo Fernando Arrabal se encargaría de la ‘puesta en escena’. Jamás se hizo. Ah, qué será de Diego, caminante, generoso y soñador.

Las cosas suceden. Estuve a su lado toda la década de los 70. Un día abandono el Gijón. “Aquí ya no hay talento”. Nos fuimos al Lyon, justo frente a Correos; por la noche, a arreglar el mundo al Café Comercial; después, los mejores garitos hasta el amanecer. Siempre había alguien que pagaba. Largas noches en Carrusel, a veces en compañía de su ferviente admiradora Lucía Bosé. En ocasiones, Carlos desaparecía del mapa. Los cafés no eran lo mismo sin él. Allá me iba, a su secreta pensión en la clandestina calle Jardines. Era una de esas pensiones de posguerra, largo pasillo, olor a berza y baño compartido. Llamo, habitación interior, austera tal de un fraile, botijo junto al catre. “Ah, eres tú; creí oír la campanilla del monaguillo que precede al severo sacerdote que lleva el viático al moribundo”.

(Falleció a los 92; había cumplido con su vida y nos legó versos muy hermosos. Era el último superviviente de aquellos tiempos de inocencia en que creíamos que ‘el trigo crecería en las fronteras’.)

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