Opinión

La casa de quienes me amaron

LUNES, 20 DE SEPTIEMBRE

Cantaba Mercedes Sosa: “Si se calla el cantor,/ calla la vida,/ porque la vida misma es todo un canto./ Si se calla el cantor,/ mueren de espanto la esperanza, la luz…”

Esta ciudad tiene unos extraños bardos. Un día escribí sobre ese guitarrista que se sitúa en la calle del Paseo y toca siempre sin interrupción el mismo tema. Hoy estaba en su sitio, serio, sin moverse. Lleva unos días que ha dejado de tocar, tiene la guitarra a sus pies y sigue allí pétreo esperando que algún viandante le dé unas monedas. Como lleva días en silencio, ayer le pregunté: “¿Qué pasa, hombre? ¿ya no tocas?”. Él, con toda la tristeza del mundo, me respondió: “Se me estropeó la guitarra y no tengo dinero para arreglarla, está muy vieja”. Así que le propongo: “Pero de esta manera nadie te arrojará un humilde euro”. Él se encoge de hombros. Yo insisto: “Haz un cartel y escribe lo que te ocurre: ‘Se me estropeó la guitarra, ayúdenme’, seguro que funciona”. Me dice pensativo: “No es mala idea, lo voy a hacer”. Pero no, ahí sigue como una gélida estatua y un rictus de amargura. Su mirada se va haciendo torva, esquiva, oscura.

Cielo santo, otro bardo golpeado: el viejo rumano que tocaba su acordeón en las calles del centro con su perro al lado, siempre vagamente sonriente. Me cuenta: “El acordeón caput, a ver si me ayudan y puedo hacerme con otro. Me sirve cualquiera”.

Cierto es, qué extraños bardos tenemos en este trozo de mundo. Mi favorito lleva un tiempo desaparecido. Seguro lo has escuchado, se sitúa en la plaza del Hierro con sus largas barbas bíblicas y su mirada limpia. Parecen cosas del destino. Este guitarrista, al igual que su colega del Paseo, toca casi siempre y sin interrupción el mismo tema, “Pardao”. La leyenda dice que Yosi se inspiró en él para componer esa triste y melancólica canción: “Entre los charcos de la última lluvia/ y en una esquina no muy frecuentada/ de una ciudad sucia y olvidada/ llega el cantor a empezar su jornada./ Pardao le llaman en la plaza/ porque no para aunque llueva”.ilustracion_alba_noguerol.jpg_web (2)

Pero hay un último bardo que no cede jamás, aunque caigan rayos y truenos. Seguro, hermano, hermana lectora, has visto al flautista que recorre las calles a buen paso, sin pausa, como un juglar sacado de la novela “A esmorga”. Ahí está, en las terrazas del Paseo, zas, y en un plis plas ya está en las terrazas de la Plaza Mayor. Qué extraño, como sus colegas sopla en su flauta siempre los mismos riffs. Siempre. Ahí va, se acerca a una mesa, un poco altivo y extiende su gorra. Así ha pasado todo el verano. A veces se detiene en alguna mesa y bebe los restos de alcohol que alguien ha dejado sin apurar. A veces te mira de una forma que te sientes obligado a pagar su peaje. Un poco desvergonzado, experto en supervivencia, pícaro, con frecuencia sabe ganarse al que le escucha. A veces sopla con furia, parece avisar de que las ninfas del Miño pueden resultar terribles. El otro día le escuché: “Nadie me aplaude, bueno, tampoco aplauden a los sepultureros”.

(“Qué ha de ser de la vida, si el que canta/ no levanta su voz en las tribunas./ Si se calla el cantor, calla la vida”.)

JUEVES, 23 DE SEPTIEMBRE

Ayer me fui en un viaje casi relámpago con mi contertulio profesor a Oporto. Su hijo iba a tomar el avión para Berlín, donde estudia. Ahora es un soplo, en un par de horas te pones allí y, si observas, percibes otra forma de ver la vida. Paramos en un pequeño bar de carretera y sólo 0,60 cada café. Me jodió un poco, porque una señora nos dijo: “Españoles, yo veo con frecuencia Telecinco, ‘Sálvame”. Cielo santo, hasta aquí llega esa peste. Llegamos a la ciudad, un aeropuerto impresionante, no debemos de ser muy espabilados aquí porque todo el que viaja a América y Europa toma este aeropuerto, Pedras Rubras. Nuestros aeropuertos gallegos parecen haberse quedado en apeaderos. Caminamos por la ciudad, nadie lleva mascarilla, me da la impresión de que aquí no hay tanta obsesión por acompañarse de un perro en casa. El lusitano camina lento, se detiene ante los escaparates. En el restaurante donde comimos, el profesor me guiñó: “Como todo españolito, damos la nota, estamos hablando alto, casi a gritos. El lusitano habla muy bajo, casi como rezando. Cuánto tenemos que aprender”. El profesor conoce muy bien esta ciudad: “Este país hoy en cultura nos pasa por encima; en humanidad, también, y la humildad es un estilo de vida aquí. Este es un país pequeño, la familia es un valor y los abuelos, tan queridos aquí, permanecen en casa”. Ay, cuánto deberían aprender nuestros políticos del presidente de este país António Costa, hombre muy culto y cercano. Por la semana, va él mismo, sin apenas escolta, al supermercado a hacer sus compras.

Es inevitable, allá nos vamos a la que dicen mejor librería de Europa, la Lello. Nos acompaña un colega portugués, amigo de mi contertulio el profesor. Yo le digo: “Así que aquí J. K. Rowling escribió la historia de Harry Potter”. Nuestro amigo se echa a reír y cuenta: “Esta librería hace años estaba entrando en ruinas, unos listos crearon la leyenda de que por aquí anduvo escribiendo la autora inglesa. Encima coincidió con el bum de las películas. La leyenda creció como la espuma. Cierto es que la vidriera del techo es casi mágica y la escalera deslumbrante. Los que nos criamos aquí sabemos que todo ha sido una invención, pero han logrado hacer un gran negocio”. Mi contertulio dice: “Todo un bello cuento que logró el milagro de atraer lectores de todos los continentes. Dicen que las librerías siempre tienen algo de sagradas. Esta librería, Lello, lo tiene”.

(Mi amigo y yo regresamos reconfortados, como si hubiésemos recibido el abrazo de la grata ciudad de Oporto. En el trayecto, abro al azar el libro de Pessoa que compré y leo este poema tan desesperadamente portugués: “Y la casa de quienes me amaron tiembla a través de mis lágrimas…”)

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