Opinión

Confesiones de un barman

MIÉRCOLES, 1 DE MARZO

Una vez al mes, mis contertulios tienen por norma que uno de nosotros recite un poema, a poder ser, escrito por él. Después, lo desmenuzamos y si no nos gusta atacamos sin piedad al autor. Pues mira hermano, hermana, ayer fue mi turno. Lo pensé un poco y decidí rescatar un poema cibernético incluido en mi disco-libro ‘Nueva Pulsación’. Tal vez lo haya contado pero quizás sea preciso recordarlo. Lo escribí en el 83. Nunca pensé que aquel texto sobre las máquinas se convertiría en una realidad, y mucho más allá de una realidad. El poema va describiendo las máquinas que nos controlan. La azafata cibernética presenta con voz sugerente los artefactos: “Microinductor de energía afectiva y amor, / pulse usted botón y recibirá en ondas directas al cerebro purísimo amor y fiel amistad, / su máquina no le hará derramar lágrimas”. Y así otras máquinas.

Después de un silencio, el profesor dice: “A ver, Jaime, el poema no está mal, como profeta tus predicciones fueron certeras pero te quedaste muy corto”. Se empuja un trago de gin tonic y dice un poco profesoral: “El Homo sapiens ha finalizado. El nuevo transhumano, biónico, está ahí. Hace nada, Nouriel Roubini, ‘Doctor Catástrofe’ lo llaman en los periódicos, anunció sobre la inteligencia artificial. En Japón, por ejemplo, los ciudadanos ya interactúan con máquinas que son capaces de comprenderte y llorar contigo... Y probablemente, si no ya, su máquina le amará”.

Los tertulianos nos quedamos pensativos. Después de un silencio, el profesor busca en su cartera, pone la página de una revista en sus manos y lee: “Quizás esa simbiosis hombre-máquina sea más sabia y compasiva. Quizá el planeta tenga una oportunidad…O quizá se libre de nosotros”.

VIERNES, 3 DE MARZO

Conque la tertulia estaba animada hablando de la vida. Pero mira tú, ahí llega el pintor con cara seria, como cabreado. Va él mismo a la barra a por su gintonic, que casi devora. Nos espeta: “Cuando bajan la persiana de un local para siempre es como una sepultura. Qué jodida coincidencia, acaban de cerrar el café al que mi padre en mi niñez me llevaba cada día. Qué espléndidos cafés con leche llenos de espuma nos servían. Y, maldita sea, también cerró ayer uno de mis cobijos que tenía un aura muy artística”.

El pintor viene lanzado. Habla sin interrupción. “Cierto, de niño ya iba con mi padre al Café Marinto. Lo conoceréis. Era un clásico de la ciudad. Apenas queda un lugar así. Cierto que esta ciudad tiene una tradición de inolvidables locales llenos de duende. Allá en la posguerra florecían cafés teatro de mucho postín. En uno de ellos, el Royalty, trabajó de niño el gran Eduardo Blanco Amor. Era aguador. Hacía recados y era el encargado de llenar los jarros de cristal de agua. Y allí escuchó las primeras historias. Mi padre aún conoció a ‘O Charlestón’, un limpiabotas que trabajaba en los cafés y en la plaza Mayor. ¿A que no sabéis por qué le llamaban ‘O Charlestón’?”. Alguien dice: “¿Sería un buen bailarín?”. “Pues, mis queridos colegas, le llamaban ‘O Charlestón’ porque siempre iba por la calle tambaleándose, imaginaos por qué”. Todos nos reímos. El pintor añade “De adolescente vi en el bar Volante beber el cóctel más impresionante. Vamos, sólo de una ciudad como esta podría ser el creador de una bebida así. Un exseminarista ourensano, Eligio, fue el que creó el ‘Tumba Dios’. La bebida fue muy popular también entre los estudiantes de Compostela. Entrabas, te situabas en una esquina, la dueña: ‘Bota a cabeza para atrás, rapaz, e abre ben a boca’. Entonces, empezaba la ceremonia. Ella cogía la botella de Fundador y derramaba el líquido sobre tu boca. Después, hacía lo mismo con Licor 43. No faltaban el Martini, el aguardiente, el Licor Café y algunos más. Certero nombre, el ‘Tumba Dios’, podías caer redondo. La leyenda dice que el exseminarista creó este cóctel como una comunión pagana. Os desafío, a ver si alguno tenemos cojones un día”.

“Parezco ave de mal agüero, pero ya os dije, cerró también el Ollo Ledo, un local cultural y artístico. Recuerdo hace no tanto una exposición muy original, colgó de las paredes las creaciones de los artistas del hospital psiquiátrico de Piñor. Cuando tomé la última copa y cerraba, el propietario me dijo: ‘Esa ciencia triste que es la economía”.

(El camarero, que a veces presta oído a lo que hablamos, nos dice desde la barra: “Pues están ustedes poco informados y les voy a dar una alegría. Ahí al lado, en la calle Liberdade, dos valientes artistas acaban dae abrir una galería de arte, ‘Dodo Dadá”. Todos lo escuchamos con sorpresa. Ana, nuestra nueva tertuliana, dice casi con júbilo: “Un local así iluminará la ciudad”.

Entonces, el camarero, un poco pensativo, añade: “Qué falta hace en estos tiempos de barbarie. Y menos mal que los tengo a ustedes, porque escucho tantas paparruchas que me dan ganas de ir a algunas mesas a llamarles la atención”).

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