Opinión

“Dejad en paz a los alumnos..."

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En breve estará en Ourense la actriz, sin duda, con más personalidad del teatro gallego. Qué bien sabe decir el poema. De inmediato te conmueve. Claro que sí, te hablo de María Barcala. Han pasado muchos años desde que fundó el Teatro do Atlántico. Cuántos premios, cuánto me emocionó en Clitemnestra, por momentos parecía una estatua griega. Una pitonisa. Ah, ella lo es.

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Recuerdo aquellos días de vino y rosas. Eran los setenta y Santiago padecía, como Mayakovski, incendio de corazón. Todavía no era una ciudad de hosteleros. Ay, una cantina para forasteros. En aquellos años yo hacía recitales con Carlos Oroza y la conocí después de una actuación en el viejo Colegio La Salle. Me deslumbró su mirada lánguida, su blancura, sus ojos verdes, su mente llena de inquietudes y su aura levemente mística.

Ahora que se cuestiona el llamado amor romántico, recuerdo que nosotros caminábamos en las noches mojadas de Santiago y yo le recitaba poemas de Neruda. Ella llevaba con mucha dificultad su carrera de Medicina. Estaba llena de dudas. Me decía: “No sé, Jaime, me gustaría más curar con el arte que con las manos”. Recuerdo que a su padre no le gustaba nada que anduviese por ahí con un tipo como yo, un progre melenudo que le metía ideas en la cabeza. Pero yo percibía en ella su alma de actriz. No presumo, pero creo que fue conmigo cuando recitó sus primeros poemas.

Pero hermano lector, permíteme que te hable de aquel incendiario Santiago de aquellos años. Yo vivía en Madrid pero intermitentemente venía a la ciudad gallega. Cómo no iba a venir si reinaba en Santiago el príncipe Galín. Había llegado rebotado del mayo del 68 en París, ay, el mayo en que él combatió en primera línea. Al llegar, revolucionó por completo la ciudad gallega. Tenías que verlo, su voz poderosa, su boina al estilo del Che, sus botas con tacón metálico, su bigote decimonónico y su mirada intensa, magnética, capaz de atravesar las paredes. En su Ferrol natal no le querían mucho y él se burlaba cantando “La mauvaise réputation” de Brassens: “En mi pueblo tengo mala reputación, todos me señalan con el dedo, excepto los mancos, quiero y no puedo…”

Cómo éramos entonces. Sí, yo estaba cerca cuando entró entre vítores en la Facultad de Medicina. Como te digo, hermano, entró subido a lomos de un burro, vestido de catedrático, rodeado de gallinas, dispuesto a recibir el honoris causa de esta universidad. Aquella mañana salió a hombros, tal un torero. Cierto que cortó orejas y rabo.

Galín trajo de nuevo a Santiago la afición por la tertulia. Imagínate cómo era la nuestra. A veces aparecía por allí Amancio Prada, colega suyo. Alguna vez también su gran amigo el catedrático García Calvo. Cierto, él me empujaba y desde una mesa de mármol yo recitaba aquel poema de Oroza “Se prohíbe el paso”. Las discusiones eran feroces. Como hijo y líder del 68, él nos proponía crear camadas libertarias que entrasen en las clases, cuestionasen al profesor y su autoridad y cantasen el tema de Pink Floyd: “Maestros, dejad en paz a los alumnos”.

Todo era muy surrealista. Galín me apreciaba mucho porque nos habíamos conocido en la Boule d’Or allá en París en una pintoresca tertulia en que había insumisos escapados del servicio militar y algún emigrante con inquietudes. Ay, cómo me conmovían aquellos cinco republicanos españoles huidos en el 39 que solían pagarnos el café. Mira tú, avanzaban los 70 y, qué ingenuos, creían que Franco caería de un día para otro.

Cierto, entonces la ciudad no estaba tomada por peregrinos, sino por rebeldes bastante bebedores que escribían en las paredes: “En los exámenes, responde con preguntas”. O aquella cita que alguien escribió cerca de la catedral: “La barricada cierra la calle pero abre el camino”.

(Vaya, hermano lector, se me ha ido la olla, y yo quería hablar de esa intérprete llena de duende. La vida es dura, colega. Sin más, un día de aquel avanzado año de los 70, María Barcala desapareció de la ciudad. Cuántos días anduve como un pringao buscándola. Qué vergüenza, hasta hice guardia discreto a la puerta de su casa. Al fin, me llegaron noticias de que sus padres, preocupados, la habían llevado al pueblo. Allá me fui. Mi amigo y yo montamos una vigilancia y dimos con ella. María, receptiva, abrió sus brazos. No sé, los hados, pero regresé solo. Yo partí para Madrid y no volvimos a vernos. Pero hermano, decidió ser actriz. Grande.)

“Dúas donas que bailan” de Josep M. Benet i Jornet. 

María Barcala y María Ángeles Iglesias. 

Dirección: Xulio Lago.


(Ilustración: Alba Fernández)

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