Opinión

El arte del sablazo

MARTES, 4 DE ENERO

Estoy en el Paseo, pasa el alcalde, me sonríe y me señala el autobús que lleva a un grupo de rock en el piso de arriba que toca sin interrupción. Yo le digo: “Alcalde, buena idea navideña, esto lo hicieron los Rolling Stones en el 77 desde un camión en Nueva York para promocionar sus conciertos”. Se va y me quedo pensando, a lo mejor fue una mala decisión la que tomé cuando me ofreció ser su asesor de cultura. Mira tú, estaría agazapado en mi despacho calentito, mi abultado cheque a fin de mes y probablemente ligaría más y sacaría provecho de las chicas guapas que vinieran a pedirme una subvención o actuar en el Principal.

Alguna vez lo conté, cuando Gonzalo estaba a punto de ser alcalde me abordó en un pub y me espetó: “Ya soy el alcalde y quiero que seas mi asesor cultural”. Me quedé un poco asombrado. Vaya propuesta para un tipo como yo que tiene a gala, como muchos de su generación, no arrimarse al poder. Yo le dije: “¿Estás de coña, alcalde?”. “No, no, es una oferta en serio”. Su ayudante añadió: “Aunque no lo aceptes con entusiasmo, acéptalo con resignación”. Recuerdo que el avispado barman, atento a nuestra conversación, me dijo cuando marcharon: “Si aceptas, no te queda ni un lector”. Hay que joderse, ya manda en la ciudad desde hace un poco más de dos años. Cultura, cultura, un obediente asesor de cultura, qué insólita propuesta. Han sido dos años de liquidación, hasta desalojó la sagrada palabra “cultura” por algo así como “artes y festejos”. Ciertamente, la idea de este hombre de lo que es cultura dista mucho de mi manera de pensar. Yo estoy más bien cerca de Machado cuando afirma que la cultura está ahí para devolver su dignidad de hombre al animal que somos, para despertar al dormido y avivar al despierto. Es lo que te da conciencia vigilante y avisa sobre la degradación del ser humano y desaloja a quienes nos suministran entretenimientos embrutecedores. Siempre lejos de la cháchara hueca, está ahí para dar recado de nuestra desquiciada forma de vivir y desenmascarar la verdad oficial.

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ILUSTRACIÓN: ALBA FERNÁNDEZ

Me negué, claro. Presiento que sería un pésimo asesor para él. Pronto me enviaría a alguien a mi oficina calentita: “El jefe te llama”. Seguro me recibiría en su despacho sentado al piano y para no herirme demasiado entonaría el viejo blues “Bye, bye, my friend”.

MIÉRCOLES, 5 DE ENERO

Acabo de leer la columna que escribe Raúl del Pozo en El Mundo. Suelta una cita que a mí me estremece, es de Sartre, la leí ya hace años en su libro “La náusea”, allá cuando vivíamos tiempos existencialistas: “Si te sientes solo cuando estás solo es que estás mal acompañado”. El maestro acaba de cumplir 86 años camino del cielo y allí en su jardín, donde crece un limonero y un granado que dice que este año dio mucho fruto, su perrita Dana mirándolo pensativa a sus pies. La columna se titula “La calamidad nos ronda”, recordando el verso de Quevedo: “No hay calamidad que no me ronde”. Reflexiona Raúl sobre “el bajonazo depresivo de estas fiestas tristes llenas de ausencias”.

Le conocí en los buenos tiempos con Carlos Oroza, allá en el café Gijón, en el Lyon y en noches de vino y rosas de las salas de entonces. Con Carlos aprendió, como todos nosotros, a darle duende a un texto, el ritmo trepidante, la frase certera. Fue Umbral quien los recibió con los brazos abiertos en aquel Madrid de larga posguerra. Sus biógrafos dicen que el escritor vallisoletano le quería mucho pero no se fiaba de él porque le robaba las chicas y las palabras. La verdad, un poco cabroncete es, no sé por qué, un día esquivó a Carlos, le torció la cara y huía cuando nos veía. Cuando Carlos, después de años en Vigo, apareció para recibir honores en Madrid, Raúl escribió: “Sé que estás en la ciudad, pero no quiero verte”. Hay que joderse, ningún mal le había hecho el poeta sino enseñarle. Aún hoy no me lo explico. Ya han pasado muchos años ¿por qué no lo cuentas, Raúl?, ¿qué pasó?, ¿por qué huías tan despavorido? Hay un libro por ahí de los periodistas Jesús Úbeda y Julio Valdeón con el título de “No le des más whisky a la perrita” que aunque un poco adulador, se acerca al lado golfo de tu extensa biografía.

Es cierto. Nadie contó como él la ahora tan cuestionada Transición española. Los tiempos de “OTAN No”, las confidencias en la bodeguilla de Felipe González. En sus buenos tiempos del diario Pueblo, cuando lo dirigía aquel inquietante director Emilio Romero, sin saber una palabra de ruso, allá se fue Raúl de corresponsal al Moscú de finales de los sesenta. Sin saber apenas una palabra de inglés, allá se fue de corresponsal a Londres y a Nueva York. La verdad es que leer sus crónicas era una delicia. Todo el mundo sabe que, ludópata, era asiduo del casino de Torrelodones y de las partidas de póquer que se jugaban en las trastiendas de algunos locales del Foro. Cuentan que era muy seductor al dar sablazos aquí y allá y todos saben que el inolvidable cerillero anarquista del Gijón ejerció de prestamista. Aún guardo en un cajón el conmovedor obituario que dedicó a su mujer, la italiana Natalia Ferraccioli, que sufrió cuatro años lo que él llamó “la tortura medieval de la diálisis”. Estaba tan entera que “sus últimas palabras fueron si le había dado de comer a nuestra perrita Dana”.

(Raúl, no te enfades si cuento una anécdota tuya que nadie sabe. Al fin, toda tu generación lo intentó. Entonces eras muy joven, soltero y maestro en Cuenca. El testigo y narrador es otro maestro y poeta ourensano, Víctor Campio, quizá lo recuerdes, gran poeta, el destino lo llevó a ejercer de maestro como tú en tu Cuenca manchega. Así lo contó: “Los maestros de la zona nos reuníamos en un café para hablar de nuestras cosas. Aquel día, Raúl acababa de llegar desde Madrid en el autobús de línea. Entró en el café muy sonriente y, sin más, nos dijo; ‘Qué gozada, no lo sabéis bien. Al comenzar el viaje, me senté al lado de una mujer rubia muy atractiva con una peca en la cara. Lucía unos pendientes azulados. No hablamos nada pero me cansé de meterle mano…’ Entonces un maestro que llevaba poco tiempo entre nosotros se levantó como un relámpago y, muy español y desafiante, le espetó: ‘Es mi mujer…”.)

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