Opinión

El veneno de la posesión

Estuve ayer en mi cubil, donde guardo mis papeles, viejas crónicas, extraños objetos y recuerdos de mis viajes. Buenos tiempos, cuántas veces leímos “caminante no hay camino…”. Y a Kerouac, que nos empujaba a ir por los caminos: “Ah, chico, ve siempre por los senderos menos transitados”.

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Así que estaba yo pensativo entre mis cosas y llamó mi atención un cuaderno lleno de colorines, de letras apretadas, con alas de mariposa y hojas de algún árbol. Un poco indeciso tomé el cuaderno entre mis manos y lo abrí al azar.

Te cuento, hermano lector, la página dice, textual: “Hoy es 11 de septiembre del 73 y mis compañeros de aventura y yo estamos tristes. Un viejo transistor nos dio la noticia: el presidente Allende de Chile muere asesinado en el Palacio de la Moneda de Santiago. Anochece y todos estamos dentro de la tienda. Estamos en el Sáhara, cerca de Tan-Tan, donde todavía se ven a los últimos hombres azules del desierto con sus caravanas de camellos a la búsqueda de sal. Después la venderán en los zocos de Marruecos. La furgoneta Commer de Tom, el inglés, nos introdujo bastantes kilómetros y estamos cerca de Sidi Ifni, la capital del Sáhara español. Cuánto les he insistido que nos acercáramos a esa tierra española. Tom se negó: ‘Allí sólo hay militares. La música militar nunca me ha hecho levantar’.

“Aquí estamos los ocho componentes de nuestra comuna en dos tiendas de campaña. Hemos traído comida para seis días. Dátiles, dulces musulmanes y té moruno, mucho té moruno. En un cofre rebosa el kif que nos vendió un campesino de la montaña. Bueno, y alguna sustancia secreta que negociamos con un curandero de barba larga y ojos hacia adentro.

“Decía Paul Bowles que la noche estrellada del desierto cura los males del alma. Ah, no es cierto que haya sólo silencio en la arena, se escuchan murmullos, gemidos de extraños seres.

“Hace una hora hemos tenido un sobresalto. De pronto, se detienen dos jeeps llenos de militares armados hasta los dientes. El que manda, autoritario y agresivo, irrumpe violento en la tienda. Nos mira lentamente de uno en uno. Qué casualidad: observa encima de unas mantas dos o tres libros y toma entre sus manos un gastado ejemplar del Corán que habíamos adquirido para entender su cultura. De inmediato, su rostro se dulcificó. Nos dijo en francés: ‘Ah, son ustedes religiosos y santones’. Con gran respeto tomó el té con nosotros. Todo en silencio. Después, muy ceremonioso, se despidió de cada uno, ‘Salam aleikum’, y los jeeps se perdieron entre las dunas”.

Cierro el cuaderno y la página que escribí aquella noche del 11 de septiembre de 1973. Imágenes golpean mi mente. Reflexiono sobre aquel viaje. Te juro, hermano lector, esos días tuve la experiencia de vivir en una comuna, una auténtica comuna.

Quizás haya contado cómo empezó todo este viaje. Plaza de Damm, Amsterdam. En el parabrisas de la Commer había un cartel: “Nos vamos a África, sólo tienes que contribuir con la gasolina”. Los dioses dispusieron que fuésemos ocho los viajeros, casi todos de distintas nacionalidades. Yo era el único españolito y cuando vi a aquellas dos lánguidas danesas me añadí de inmediato. Tom me dijo: “Va a ser una comuna abierta, tendrás que abrir tu mente”.

Pero avancemos en el relato. Allá estamos, en Taghazout, lugar iniciático, cerca de Agadir. Sobre cinco euros cada uno por el alquiler de la casa al lado de la playa. Cuatro chicas y tres hombres, más Tom, el chófer inglés que tanto me protegió. Ya sabes, las chicas empezaron a andar desnudas por allí. La norma era que nadie podía poseer en exclusiva a nadie. En aquellos años había muchas comunidades así.

Todo discurría en paz. Pero inevitable, enseguida salió el españolito que llevaba dentro. Yo estaba colgado de Susanne. Pero ella decidía en qué brazos estaría cada noche. A los dos o tres días, agarré por el cuello al belga con que estaba ella. Monté un jaleo del carajo. “Es mía, no la toques cabrón”.

Pensé que me iban a echar, claro. Pero Tom, que conocía el alma española de sus tiempos en Málaga, acudió en mi ayuda. En círculo debatieron una hora o así. Yo esperaba fuera lleno de nervios. Por fin, salió Tom sonriente. Me tomó del hombro: “No puedes perturbarnos, ya te advertí que tienes que abrir la mente. A partir de esta noche, mientras no sintonices, dormiréis en una habitación al lado, pero sólo unas pocas noches. Ay, el espeso veneno de la posesión y la envidia. Todos te vamos a ayudar a que te adaptes y te liberes”.

(Aparto mi cuaderno lleno de colorines, no me atrevo a leer más.

Qué habrá sido de aquellos siete viajeros con quienes medité en el Sáhara y conviví en Taghazout al borde del mar. Me enseñaron a abrir las puertas de la mente. Qué habrá sido de Susanne. Ah, cantaba al lado de la playa canciones de Bob Dylan. Y de Tom, aquel inglés sabio y solidario.

Ay, seremos ya todos unos viejos lechuguinos.)

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