Opinión

Entre rejas

JUEVES, 11 DE ABRIL

Estoy con Rosa, nombre ficticio, que es funcionaria de prisiones. Está destinada en una prisión de alta seguridad. Es ourensana. Alguien me la presentó y no puso problemas a hablar conmigo.

Le espeto: “Vaya follones que estáis montando los funcionarios de prisiones. Estos días han arreciado las protestas”. Así que le digo: “No sé de qué os quejáis. Sólo trabajáis tres días por semana, uno de ellos de noche y después, cuatro días libres”.

Responde Rosa: “Para nada es así, somos el patito feo. Tendrías que ver la tensión que vivimos a veces en el patio. Allí estás sola y eres la responsable. Lo que más reivindicamos es que no somos agentes de la autoridad. Allí estamos sin ni siquiera una porra. A un interno le sale barato incluso agredirnos. La policía nacional, por ejemplo, tiene un sueldo muy superior a nosotros. La verdad es que estamos muy abandonados, muy a nuestra suerte, y con frecuencia disponemos de material envejecido”.

Me decido a hacerle un comentario. “Escribí hace unos días sobre algunos delincuentes, vamos, que sienten nostalgia de la cárcel. Un chico de la calle al que invité a un café, me contó su frustración. Resulta que acababa de salir del calabozo de la comisaría, lo llevaron al juez que decretó su puesta en libertad. Menudo enfado tenía el fulano. Me decía él: ‘Allí estoy como en un hotel; piscina, gimnasio, lo que quieras y buena comida’. Recuerdo que escribí el comentario del camarero que nos sirvió y escuchó su historia. Dijo: ‘A este paso va a ver que pedir recomendación para entrar allí”.

Se ríe Rosa. “Creo que eso que me cuentas son casos aislados, aunque ayer mismo escuché a un preso sudamericano que estaba en la piscina: ‘Si me mandan a mi país me suicido’. Cierto es que nuestras prisiones son las mejores de Europa. Tienen todos los derechos excepto pisar la calle. Pero sí he visto casos en que reclusos sienten aquello como su casa, como si no quisieran salir de allí”.

Le recuerdo aquellos años duros de los setenta, cuando los presos formaron la COPEL para reivindicar sus derechos. “Todo cambió cuando los presos se amotinaron en varios centros penitenciarios, tomaron rehenes, subieron a la azotea e incluso los líderes lograron que les llevasen unos gramos de heroína. Muchos intelectuales como García Calvo se unieron a las protestas. A partir de ahí todo mejoró”. 

Rosa me mira pensativa: “He leído sobre ello. Eso forma parte de la historia negra de los años de la dictadura. Hoy los objetivos, aunque son difíciles, están claros; que salgan de la prisión reinsertados”.

Es inevitable, le toco el tema de las drogas. Me cuenta: “Eso sí engendra mucha violencia. Por muchos registros que hagamos, siempre circula. No olvides que una papelina dentro cuesta cuatro o cinco veces más que en la calle. Por ejemplo, el otro día en el patio apuñalaron a un posible camello y ¿sabes de qué era el arma?, pues estaba hecha con el hueso de una costilleta”. Se ríe Rosa y añade: “Me contó un interno que había sido traficante, que nunca le pillaron a pesar de muchas redadas. ¿Y sabes dónde lo escondía? En un hueso también; pero en un hueso dentro del caldo”.

(Le pregunto: “¿Te habrán pasado muchas cosas?”. Guarda silencio y responde: “Te juro que no se me va de la mente, aquella mañana de no hace tanto en que fui a abrir la celda; ¡cielo santo!, allí estaba un joven de veinte años colgado de una sábana. Esa imagen todavía me persigue”.

“Rosa, cuéntame del amor en la cárcel”. Me dice: “Allí todo es rápido, los internos aprovechan los breves momentos en que conviven con ellas. Se cartean y se hacen novios. Allí está todo muy a flor de piel”.

Le insisto: “Colegas tuyos me contaron que asesinos y gente así, reciben muchas cartas y propuestas de mujeres”. “¡Qué te voy a decir! Vivimos tiempos desquiciados y el morbo está en alza…”)

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