Opinión

Hay que vivir con alas

Atardece y estoy sentado en una mesa del mítico café Derby de Santiago. Justo aquí se sentaba, en días lluviosos, Don Ramón María del Valle Inclán. Cuentan, si cuando llegaba al café su mesa favorita estaba ocupada, de inmediato levantaba agresivo el bastón hacia el camarero para que desalojase al intruso.

Miro por la ventana, siento un zarandeo emocional e inevitables punzadas de nostalgia. Sí, algún día iré al gran café Tortoni, avenida de Mayo 229, Buenos Aires, a sentarme donde lo hacía Borges. Ay, hace años estuve en el bar del Hotel Roma de Turín. Allí se suicidó Cesare Pavese y tuve frío.

Con que estoy en esta mesa un poco ajada, el local ya decadente y desde la ventana veo pasar almas de peregrinos de todos los confines del planeta. Como una plaga bíblica, muchos caminan hipnóticos tal habitantes de Comala.

Esta visión convoca imperiosa a todos los fantasmas compostelanos que me habitan. Éramos jóvenes y, en el 76, me recuerdo en este mismo café. Éramos una gavilla de muchachos libertarios que lideraba el inolvidable Príncipe Galín, recién llegado de París. Todavía entonaba eufórico las canciones del Mayo del 68 donde él peleó. 

Bebíamos y cantábamos, quizás felices, “La mauvaise réputation” de Georges Brassens. “Cuando la fiesta nacional/ yo me quedo en la cama igual,/ que la música militar/ nunca me supo levantar./ En el mundo pues no hay mayor pecado/ que el de no seguir al abanderado./ No, a la gente no gusta que/ uno tenga su propia fe./ Todos me señalan con el dedo,/ salvo los mancos, quiero y no puedo…”. Cuando estaban en Santiago se unían a nosotros, por ejemplo, el poeta García Calvo, el cantante Amancio Prada, con los que conviví en el café parisino Le Boule d’Or.

De aquellas yo andaba con Carlos Oroza. No hacía falta, pero Galín y la tropa me jaleaban y, altivo, me subía a esta misma mesa y recitaba vehemente poemas de Carlos y míos. El camarero no estaba por la labor. Pero el Príncipe le espetaba muy solemne: “Oiga usted, guarde silencio, ante todo respete al poeta. Este es un acto de liberación”.

El camarero, viendo aquella cuadrilla de tipos un poco estrafalarios con los pañuelos negros al cuello y la imagen de Durruti en las carpetas, no tenía otra opción y nos dejaba hacer. 

Camino por la ciudad y leo en todas las esquinas: “hotel”, “pensión”, “habitaciones”, todo muy moderno. Ay, cuántas generaciones de estudiantes habitaron los cubiles de aquellas fondas de pasillos oscuros, olor a verdura y la máquina de coser con rueda al fondo. Camas metálicas y las bondadosas “amas” que te lavaban la ropa y te permitían, en noches etílicas, saquear aquellas neveras grandes y antediluvianas.

Después los estudiantes espabilaron, decidieron alquilar pisos. El libro “Técnicas sexuales modernas” de Robert Street llegó a circular como un deshojado tesoro entre las manos ansiosas de una generación. Comenzaron las primeras orgías mojadas con licor café.

(Regreso a mi Itaca, el café Derby. No me atrevo, como Valle, a expulsar al individuo que ocupa mi sitio. El vacío café me dice: “Ahora que se destierra la conversación, ahora en que la memoria importa un carajo y el descrédito acosa a las Humanidades, convoco al espíritu tertuliano del Príncipe Galín y su grito: “Hay que vivir con alas”.)

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