Opinión

Huéspedes en la madrugada

ALBA FERNÁNDEZ
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JUEVES, 26 DE ENERO

Qué barbaridad, qué excelentes obras están pasando por el Teatro Principal. Me decía el actor José Fernández, que hace un papel muy convincente en la obra “Los santos inocentes”: “Te juro que actuar en este Teatro Principal nos exige un plus de entrega al espectador. Es una delicia que esta ciudad tenga un teatro tan mágico y tan cuidado. Venir a Ourense es una satisfacción para cualquier compañía teatral”.

Vaya lujo las dos últimas representaciones, de las que salí conmovido. La versión de “Los santos inocentes” de Miguel Delibes dirigida por Javier Hernández-Simón y “Los Pazos de Ulloa” de Emilia Pardo Bazán, que dirige con maestría Helena Pimenta. Cierto, hay que decirlo, el cuidado casi maternal del teatro por la directora, Olga Mojón, y su equipo.

Cuando, como espectador, entras a ver la versión teatral de “Los santos inocentes”, surgen las comparaciones con su referente literario. Ay, amigo, allá en el 81, Mario Camus llevó al cine la obra, ya un clásico, “Los Santos inocentes”. La película ha marcado a generaciones. Cielo santo, aquel Paco Rabal dando vida a Azarías. Aquella frase: “Milana, bonita”, que repite con todo el dolor del mundo, reside en el inconsciente de todos los que amamos el cine. ¿Lo recuerdas, hermano lector? Allí estaban Juan Diego, Ágata Lys, Paco Rabal y Terele Pávez.

Muy cierto, los actores de la obra teatral estuvieron literalmente sublimes. Javier Gutiérrez, Pepa Pedroche, Luis Bermejo; todos los que actuaron son tan profesionales, con tanto carisma, que se percibe que llevan su profesión como un sacerdocio. Para ellos, su arte es sagrado. Cómo te diría, poseen las llaves mágicas para abrir esas puertas en que habita lo mejor de nosotros mismos. “Milana, bonita” es un grito lleno de aciago fatalismo. Vagamente recuerda a “El grito”, de Edvard Munch.

En el fondo, las dos obras, “Los Pazos de Ulloa” y “Los santos inocentes”, denuncian la opresión del poderoso sobre el pueblo analfabeto y resignado. “Estamos aquí para lo que usted mande”, dice Régula a don Pedro, que interpreta con maestría Fernando Huesca.

Por fortuna, he visto mucho teatro, sobre todo en mis años de Madrid. Fui amigo de aquel crítico, Haro Tecglen, y de su hijo, Haro Ibars. A veces me invitaban a ver alguna obra. La anécdota es que cuando don Eduardo entraba en la sala, a los actores les entraba casi pánico porque sus críticas en El País eran feroces si la obra no le gustaba. Pero te cuento, al terminar “Los santos inocentes” me acerqué a felicitarlos. Pero fiel a don Eduardo, les hice una observación. Hay una escena en que Paco el Bajo rompe una pierna al caerse de un árbol desde donde llamaba a las perdices. La obra de Delibes está situada en los primeros años de posguerra. Me pareció fuera de lugar que apareciese después en una moderna silla de ruedas. Mira tú, el actor José Fernández me dio la razón. Y el técnico de iluminación se rio: “Se lo dije yo el primer día”. Ay, amigo, pero cuando me acerqué a Javier Gutiérrez, se quedó pensativo y añadió “Bueno, pero es una nimiedad”, y allá se marchó, creo que un poco contrariado.

(Tal vez lo conté alguna vez, pero me vino a la mente después de ver la obra. Era el 84, un amigo me dio la dirección de un pequeño apartamento en una casa típica de Madrid de largos corredores y vecinos alborotadores. Al fin, abandonaba aquellas pensiones, largos pasillos, olor a verdura y habitaciones un tanto desoladas. Las patronas persiguiendo: “No le fío más”. Con huéspedes de toda calaña. Allá me fui a Piamonte 25, entre Chueca y el Café Gijón, donde ya había mucho movimiento de artistas.

Sucedió que a los tres días comenzó a sonar mi timbre de madrugada. No te miento, mi compadre Antonino Nieto es testigo. Timbraban personas del mundo de la farándula. Qué coincidencia, llamó también Juan Diego que llegó dando bandazos. Todos me decían: “¿No está Raquel, la escultora? Es que a veces, antes de amanecer, me dejaba dormir aquí”. Qué iba a hacer, yo también les dejaba dormir.

Así que una noche llegó ella, Terele Pávez, era amiga de Raquel. Su foto estaba en todas las carteleras de los cines por “Los santos inocentes”. Cómo es la vida, le gustaba ir de aquí para allá y se instaló unos días en mi apartamento. Me contó cómo ella y Paco Rabal se perdieron por pueblos de Extremadura para inspirarse. Cómo convivieron con los paisanos y cómo Rabal le compró la chaqueta que lucía en la película a un pastor. Una tarde llegó muy nerviosa. Le acababan de poner un contrato con un cheque en blanco para que protagonizase “Yerma”, de García Lorca. Pero todo esto tenía un lado oscuro y viscoso. Circulaba la historia y se daba como cierta: su padre fue quien había denunciado a García Lorca en el 36, cuando le fusilaron. Ella, espantada, no aceptó. Creo que me dijo algo así: “Si lo hiciese, los espejos ya no me sonreirían”).

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