Opinión

Humanamente hablando

Miércoles, 2 de febrero

Cada día es más penoso vivir en esta sociedad. Así concluyó nuestra última tertulia, conque allá estábamos los cinco y decidimos plantarle guerra a la “distancia”, al frío WhatsApp, al jodido móvil. A las consignas equivocadas que sin interrupción nos empujan por nuestras mentes. El profesor en un momento de la tertulia dijo certero “nuestro lado humano se marchita”. Yo escribí alguna vez que pronto estará en el mercado la máquina, el artefacto que te dará amistad.

Te cuento, nuestra tertulia ha decidido retornar en lo posible al acercamiento. Y así que hemos trazado nuestro plan, es sencillo pero será eficaz.

La idea la propuso nuestro tertuliano psiquiatra. Decidimos que cada semana nos reuniremos en la casa de uno de nosotros y nuestra excusa, dado que todos somos amantes del cine, será visionar algún clásico. Nuestra primera reunión fue en casa del profesor. Nos invitó a visionar una película del gran maestro John Ford, así que cada semana cada uno de nosotros decidirá su película. No podía ser de otra forma. En la casa del profesor, en su habitación estaban los posters de la trilogía de la caballería de los Estados Unidos. “Fort apache”, “La legión invencible” y “Río grande”. En la pared, una bella fotografía del caballo de hierro atravesando los desiertos de Arizona ante la mirada alucinada de los indios. ¡Ay!, el tren, en tantas películas del maestro americano. Ya sabes, la gran máquina de vapor llega a una solitaria estación. El humo cubre toda la imagen y baja lentamente un viajero a la búsqueda de su destino. Quizás lleve atado a la cintura un Colt 45 y en la mano un maletín inquietante. Suena aquella canción que a Ford le gustaba tararear “El hombre buscará su alma y su corazón / saldrá a buscar ahí fuera / sabe que encontrará la paz de su espíritu / pero dónde, oh señor, dónde”. Nos acomodamos todos ante la pantalla. En la mesa un puñado de bolsas de palomitas como cuando íbamos al cine en nuestra adolescencia. Enseguida dice el profesor “No protestéis, tengo listos vuestros gin tonics y el vodka que prefiere alguno de vosotros. No sabemos con qué película nos sorprenderá nuestro amigo. Cielo santo, aparece el título en la pantalla “El sargento negro”. Todos éramos adolescentes cuando se estrenó en los cines allí a finales de 1960. Entonces, en el gallinero vivíamos tanto el film que aplaudíamos cuando el artista tumbaba al rival en la pelea; éramos tan inocentes que gritábamos para avisar al protagonista de que el indio estaba al acecho. Hermano, hermana lectora, probablemente la hayas visto. Es un western muy peculiar, en un solitario fuerte allá en Arizona aparece el cadáver de una joven blanca, hija de un oficial de un regimiento de caballería de los Estados Unidos. La joven también ha sido violada. Las pruebas parecen condenar al valiente sargento de piel negra Rutledge. Seguro la recuerdas, se trata pues de un juicio sumarísimo, el abogado acusador insensible y racista. La película está llena de flashbacks. Tiene un final insospechado y es un canto antirracista. También un canto a los primeros regimientos de caballería allá en 1860. Los indios les temían y admiraban. Les llamaban “soldados búfalo” porque en un comienzo sus abrigos eran de la piel de este animal.

(La verdad, lo pasamos de perlas. El profesor lo sabe todo de John Ford. Nos muestra casi un centenar de fotografías del admirado director. Ahí está con sus gafas oscuras que utilizó siempre para esconder que era muy vulnerable. En una ocasión, un periodista le dijo “Usted es el gran poeta de la epopeya del oeste”. Él se echó a su cuello insultándole. La anécdota dice mucho de su carácter sombrío, muy irlandés, pero todo era imagen, su hija afirmó “detrás de sus gafas oscuras hay unos cándidos ojos”. John Wayne afirmó “es un viejo genio sentimental al que le daba miedo ser sensible, cuando rodábamos utilizaba una disciplina militar”. Sólo era feliz cuando rodaba. Cuando no ocurría se encerraba, bebía sin parar y leía ávidamente, siempre envuelto en su saco de dormir hasta enfermar. Cuenta su hija que cuando por fin se erguía, ella quemaba el saco de dormir como un ritual. Lo demás lo dejo para los críticos de cine. Muchas generaciones crecimos con sus películas y fuimos felices en aquellos cines ruidosos, de grandes gallineros, con calefacción al máximo y un ambientador extraño que a mí me sugería como a verdura.
Así que hermano, hermana lectora, te invito a que nos imites en nuestros encuentros, humanamente hablando será muy sano para ti.)

Alba Fernández

Jueves, 3 de febrero

Me llama mi amigo Antonino Nieto y me da malas noticias sobre un viejo amigo que conocimos a principios de los setenta. Pero te cuento, era suizo, vivía en París y pasaba meses en Madrid obsesionado con el flamenco. Era un gran fotógrafo en blanco y negro. Lo veo ahora, su sombrero, sus ojos bondadosos, su barba existencialista, “estoy intentando fotografiar las venas de la garganta de un cantaor de flamenco”. A veces lo acompañábamos por los mesones de la plaza Mayor de Madrid, donde siempre había fiestas flamencas. No había manera de que dijera una frase en español. Cómo te diría, en sus fotos buscaba el lado trágico del cante, el aullido. Decía René “Algunos cantaores de voz poderosa me recuerdan a El grito de Munch. Era muy solitario, buscaba tugurios donde no hubiera guiris, todo fuera puro y abundase la sangría. Era un hombre muy generoso y a veces nos invitaba a la ‘Venta del gato’, su garito favorito”. No sé cómo se las arreglaba, pero se entendía a la perfección con la gente del cante. Recuerdo aquel día que nos llevó a “Los canasteros” donde Manolo Sanlúcar hacía milagros con su guitarra. Allí escuchamos al mítico Bambino y a Lole Montoya. En Torres Bermejas actuaba un jovencito Camarón de la Isla que ganaba dos mil pesetas por día.

(Confirmé la noticia en los periódicos. El gran artista René Robert salió, como cada noche, a caminar por su bulliciosa calle Turbigo de París. Tenía ochenta y cuatro años. Nueve de la noche. Nuestro amigo tropieza y cae sin sentido en la acera. Allí quedó paralizado. La noche era gélida. Ningún transeúnte le ayudó. Nadie. Hacia las seis de la madrugada pasó un sin techo con su carro lleno de miserias. Lo socorrió, ya moribundo. Aún llegó con vida al hospital.)

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