Opinión

Una imagen borrosa

La última vez que vi al padre Silva caminaba hacia ‘un olivo hospitalario que diese sombra a un hombre pensativo’. La tarde es primaveral y camino solitario por este trozo de mundo que, durante décadas, fue quizás el sueño más hermoso.

Ay, la Ciudad de los Muchachos es hoy una ciudad fantasma. Parece Chernóbil. No quedan ni los restos de aquel ‘lugar’ que el visionario Padre Silva creó justo el 15 de septiembre de 1956. Ya conoces sus claves: “Los fuertes abajo, los débiles arriba y en la cumbre los niños”.

Camino alucinado por Benposta. En sus buenos tiempos, convivieron en sus calles más de mil niños pacíficamente. Llegaban en tropel de todos los países del mundo; de las remotas ‘cábilas’ de África y de los desolados arrabales sudamericanos. Vi a un niño de un poblado de la vieja Guinea española atónito ante los grifos por los que manaba el agua. El cura les acogía cálidamente, “llámame padre”.

Era la utopía en su máximo esplendor. “Buscábamos que los niños creciesen con conciencia de liderazgo”. Estaba abolida la propiedad privada, acuñaron su propia moneda, dictaron sus propias leyes e incluso pretendieron emitir sus propios pasaportes para viajar con su circo por el mundo. Vamos, una república independiente habitada por niños desharrapados.

Los antepasados del padre fundaron un circo en los años 40. Él retomó la idea. Intuyó que la creación de un circo exclusivo de niños sería la base económica de su proyecto. Ah, año 1956. El padre Silva patrulla Ourense en su desvencijada motocicleta. Recoge aquí y allá niños dejados de la mano de Dios. Va al encuentro de jóvenes airados, hijos de la dictadura.

Deambulo perturbado por los treinta y dos mil doscientos ochenta y cuatro metros cuadrados de utopía degollada. Al fondo, los destartalados autobuses de colores permanecen como una reliquia. Pienso en el cura. Cómo se las arregló para llegar tan lejos. Llevó el circo de Moscú a Pekín, de Nueva York a Veracruz… Estrechó la mano de los presidentes más importantes del planeta. La reina emérita atendía sus llamadas.

(‘El ocaso corrupto de Benposta, un oasis de libertad durante el franquismo’, titula certero un diario en su sección de Sociedad. El final fue patético. La carroñería de los poderosos amortajó el sueño. Oscar Wilde ya sentenció: ‘Cada hombre mata lo que ama’. Regreso de Benposta abrumado por sus sombras. El cielo palidece. Tras unas silvas, en la pared, contemplo una imagen borrosa y deteriorada. Es el rostro del Che.)

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