Opinión

Jefa de estación

Acaba de sacar su libro “Anuncios, la historia secreta de Ourense”. Ah, es de las personas que más aman este trozo de mundo. Lo ama casi con desesperación. Cuando los ávidos constructores intentan destruir una fachada clásica, allí está ella, protesta, pone en guardia a todo el mundo y mueve sus influyentes amigos . Vamos, sólo le falta montar guardia “lanza en ristre” ante el edificio para defenderlo tal heroína de Auria. Hace años lideró la lucha para reivindicar que el Puente Viejo fuese peatonal. Cierto, pocas personas conocen todos los rincones, cada galería, cada escaparate, cada balcón, los restos de casas olvidadas y los lugares donde habitan las ninfas y los hados.

Por supuesto te hablo de mi entrañable amiga Maribel Outeiriño. Pertenece a aquella cándida generación que creció en el parque de San Lázaro, por eso tiene el don de las hadas y los duendes. Fue una niña con trenzas, bicicleta sin barra de aquellas que fabricaba Orbea para chicas adolescentes. De la mano de su padre comenzó a ir al comercio y la imprenta de La Región en la calle que lleva hoy su apellido. La enamoró aquel olor de tinta, el sonido intermitente de las máquinas, las voces imperiosas del jefe de taller y alguna vez leyó fascinada la prueba de “Márgenes”, los sabios artículos de su tío Ricardo. Correteó con frecuencia entre las antediluvianas máquinas de escribir de los redactores. Ay, inevitablemente tenía que ser periodista.

Creció y conoció uno a uno a todos los escritores de aquí de la generación Nós. Intimó, por ejemplo, con Don Eduardo Blanco Amor. Tengo el vago recuerdo de un anochecer en que caminamos los tres por las rúas; Don Eduardo se detenía ante cada ventanal y nos relataba sus vivencias rítmicamente como un monje tibetano. Nos dijo: “Ya que vais a escribir, tratad de que el mundo sea mejor”.

Ah, Maribel, qué buenos tiempos cuando estudiábamos en la Escuela Oficial de Periodismo, allá en la calle Capitán Haya. Te recuerdo, siempre especial, elegante, ya con esa turbada melancolía que llevas atada a la cintura.

Cierto, se corría la voz de que estabas recomendada. Somos la última generación que escribió a mano.

Desvelaré tu secreta pasión, tu oficio que no pudo ser. Ay, ser cantante de una buena orquesta, no de esas exageradas que traen grandes camiones, palcos alucinantes y mucho playback. Lo tuyo era una buena orquesta discreta y que cautivase a la peña. Un día te vi tan románticamente triste que allá nos fuimos a Verín a hablar con un empresario de estas agrupaciones. Los dioses no fueron compasivos, los puestos estaban cubiertos.

No pudiste cantar el fado, las canciones de Édith Piaf, ay, “Non Je ne regrette rien”, algún tema de Los Tamara, éxitos del momento y mover tus caderas como sabes en una espléndida cumbia. Intuímos que se los cantas a tus novios secretos.

Pasa tu vida feliz en La Región. Ah, no quisiste ser directora ni tener un puesto de postín, sino ser una humilde redactora , ojo avizor, poeta de guardia de Ourense. Ah, tu pequeño y discreto despacho, tu rincón favorito del periódico rodeada de viejos tomos, Historia en 4 Tiempos, pasar horas, por ejemplo, al rescate de una miss de los años 50 que te cuente cómo le ha ido la vida.

Cierto, una buena biblioteca suple la vida. Qué gran bibliotecóloga y librera serías, allí en la melancólica Lello, tu librería favorita de Oporto. Qué excelente jefa de estación de tren en una ciudad que tuviese una conmovedora estación, de las que describe García Márquez.

Pero bueno, yo quería hablar de tu libro “Anuncios, la historia secreta de la ciudad”, y se me ha ido la olla. Un libro certero. Qué imaginación tiene Auria. Kavafis escribe: “La ciudad te seguirá./ Vagarás por las mismas calles y en estas mismas casas / encanecerás”.

(Como son tiempos lobotomizados, estoy seguro de que en tu próximo libro irá mi anuncio. Te cuento: cuando coloquen la pesada losa sobre mi cadáver en la lápida no quiero mi nombre ni más datos. Sólo una línea, como Risto: “Anúnciese aquí”.)

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